Recuerdo que este párrafo me había causado impresión siendo yo adolescente, imaginaba al emperador llorando por la irrespetuosidad del tiempo, un emperador no merecería acatar al mandato de que todo es perecedero, supongo que pensaría eso, porque su poder en cien años no sería nada.
A este recuerdo me llevó otra lectura posterior, “Lo Perecedero” de Sigmund Freud, el creador del psicoanálisis cuenta que lo acompañaba un joven poeta admirador de la belleza que ofrecía la naturaleza, pero en vez de disfrutar de esa belleza que lo circundaba, se preocupaba por que esa belleza estaba condenada a desaparecer en el invierno, igual que toda belleza humana, y todo lo bello y noble que el hombre haya creado y pudiese crear estaba condenada a desaparecer, (vemos que le sucede lo mismo que al emperador Jerjes) y luego agrega Freud, cuanto habría amado y admirado, de no mediar esta circunstancia (ser perenne), parecíale carente de valor por el destino de perecer a que estaba condenado.
Freud niega ante el poeta que el carácter perecedero de lo bello involucrase su desvalorización, al contrario la cualidad de ser perecedero incrementa su valor, las limitadas posibilidades de gozarlo lo tornan mas precioso.
Freud sigue argumentando, llegue una época en la cual queden reducidos a polvo los cuadros y las estatuas que hoy admiramos; sucédanos una generación de seres que ya no comprendan las obras de nuestros poetas y pensadores; ocurra aun una era geológica que vea enmudecida toda vida en la tierra…, no importa; el valor de cuanto bello y perfecto existe sólo reside en su importancia para nuestra percepción; no es menester que la sobreviva y, en consecuencia, es independiente de su perduración en el tiempo.
Pero este discurso no convencía al poeta, por eso dice Freud que una rebelión psíquica contra la aflicción, contra el duelo por algo perdido, debe haber malogrado el goce de lo bello. Mas adelante dice Freud: Así imaginamos poseer cierta cuantía de capacidad amorosa -llamada libido- que al comienzo de la evolución se orientó hacía el propio yo para más tarde -aunque en realidad muy precozmente- dirigirse a los objetos, que de tal suerte quedan en cierto modo incluidos en nuestro yo.
Si los objetos son destruidos o los perdemos, nuestra capacidad amorosa (libido) vuelve a quedar en libertad y puede tomar otros objetos como sustitutos, o bien retornar transitoriamente al yo.
Sin embargo, no logramos explicarnos porque este desprendimiento de la libido de sus objetos debe ser , necesariamente un proceso tan doloroso. Solo comprobamos que la libido se aferra a sus objetos que ni siquiera cuando ya dispone de nuevos sucedáneos se resigna a desprenderse de los objetos que ha perdido.
He aquí, pues, el duelo.
Sabemos que el duelo, por más doloroso que sea, se consume espontáneamente.
Una vez que haya renunciado a todo lo perdido se habrá agotado por sí mismo y nuestra libido quedará nuevamente en libertad de sustituir los objetos perdidos por otros nuevos, posiblemente tanto o más valiosos que aquéllos, siempre que aún seamos lo suficientemente jóvenes y que conservemos nuestra vitalidad.
Pensando en el emperador Jerjes y en el poeta del que habla Freud, el ejército estaba bajo el mando del emperador y la belleza de la naturaleza se ofrecía al poeta y sin embargo malograban el goce de esa circunstancia pensando en lo que aún no sucedió, la
pérdida.
Y este es el punto a señalar, la incapacidad para gozar ( que luego de un duelo normal se puede retomar), una inhibición que tiñe la vida de pensamientos tristes y desvalorización de uno mismo que incapacita a amar y producir, puede sostenerse largamente en la vida.
Es aquí donde bajo la forma de una pregunta, de porqué sólo aparece el sufrir en nuestras vidas, y los momentos felices no se dan, porqué la vida para ciertas personas es un largo duelo, o mejor dicho se padece de melancolía, a partir de un cuestionamiento o un padecer no soportable suele empezar el camino de una terapia , que entre otras cosas facilita a aceptar lo perecedero para poder disfrutar lo que se nos
ofrece.
Volviendo a la impresión que me produjo el llanto del emperador ante lo inevitable de la muerte, de lo perecedero, tal vez la raíz de esa impresión estaba en el ciclo vital que estaba viviendo, la adolescencia, donde la infancia estaba siendo abandonada, estaba siendo perenne, para vivir otra etapa de transición a la adultez.