Cuando yo era chico mi familia tenia un médico de cabecera, que también era el doctor del barrio. Curó a distintas generaciones de todas las dolencias que un humano pudiera sufrir, y era común que aceptara que el carnicero le pagara con pollos y huevos, o que el almacenero le alcanzara una caja de salamines y quesos, si era fin de mes y escaseaba el efectivo.
Él estaba bien dispuesto siempre, a cualquier hora del día o de la noche, sábados y domingos, para atender un parto de urgencia o un infarto, con la misma sonrisa y absoluta efectividad con la que diagnosticaba sarampión o hepatitis.
Era como un abuelo sabio que conocía nuestros dolores físicos, pero también nuestras frustraciones, ansiedades, sueños, esperanzas, hipocondrías.
Y sus pacientes, todos nosotros, finalmente gozábamos de buena salud.
Pero un día fue él el que se murió, hace ya muchos años, Entonces mis parientes se dividieron en dos grupos: algunos comenzaron a utilizar los servicios de las obras sociales que les tocaban en suerte, según el empleo que tuvieran. Otros, en cambio, se afiliaron a una empresa de medicina prepaga.
Pero cada uno por su lado, pagando mucho o gratis, con carencias o con lujos, todos desde entonces vivimos experiencias parecidas.
¿Cuáles son? Les cuento: un mes para conseguir un turno de un médico clínico, el cual te ha de enviar a hacerte análisis de todos los efluvios de tu cuerpo, en los que además han de introducirte catéteres por el brazo, leches fosforescentes en la garganta, y canutillos con visor en el trasero, y una vez leídos los mismos, treinta días después, ha de derivarte a un especialista que seguirá pidiendo estudios porque duda (más que el Dr. House en la famosa serie) de qué corno te vas a morir en breve, seguramente, si no te dan una medicación ya.
Pero además, nos dimos cuenta que nuestros órganos tienden caprichosamente a enfermarse de madrugada o en días feriados, momentos en los cuales estás fuera del horario de consultorios y los especialistas están jugando al tenis o reposando en el hotel de algún congreso en Madagascar.
Entonces vimos que solo nos quedaban dos alternativas. La más rápida es ir a las guardias, donde es posible que una jovenzuela galena se sorprenda de que tu tía no tenga testículos, o por el contrario te ausculte un gordo soberbio que no te habla a vos pero si a unos estudiantes que te rodean y miran como si fueras un extraterrestre o el eslabón perdido.
Claro que también podés llamar al servicio de urgencia y quedarte en cama, situación que te permitirá conocer un mozalbete con delantal verde y zapatillas de fútbol que, si te duele la espalda, pude confundir un catarro con una infección urinaria.
Finalmente, si no hay huelga o paro y soportas hacer una cola de cien horas, te queda ir al hospital.
Por eso en mi barrio hemos decidido permanecer sanos: si se nos fue el doctor para siempre, mejor no enfermarse.
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