De ellos, los hombres, lo sospechamos desde un principio, como diría el “chavo del 8” popular personaje infantil mexicano, tardan un poco más o un poco menos, pero, más o menos, que lo hacen de entrada nomás y de movida de cualquier relación que le propongan a una mantener.
Por lo menos el 88.9 % de los masculinos, lo ha hecho alguna vez y la mayoría siempre.
A las pobres víctimas en cuestión, que son los varones, casados, en concubinato, amantes, amigos con derecho a roce, medias naranjas, peor es nada, cuchicuchis, (que supimos conseguir), los acosan los ratones, se “ratonean” del cerebro para abajo y en algún momento, zas, perdemos la virginidad de nuestra cabeza y empezamos a lucir cornamentas, una más oronda que la otra y vamos sumando.
Ellos esgrimen el argumento de que la infidelidad es en nombre de una urgente necesidad fisiológica de preservar la especie que hace que ellos anden desparramando sus espermatozoides por ahí.
Idea, que por otra parte, de ser cierta o cabalmente demostrada, no tiene porque hacerlos necesariamente esclavos y obligarlos a una infidelidad cada dos por tres, necesaria y obligatoriamente.
Pero después de un tiempo, sospecha o no sospecha, se nos cruza el ratón a nosotras y ahí se arma. Porque, es cierto, nos llenamos la boca diciendo, en charla de mujeres: ¡che, ¡qué fuerte que está!
¿Viste ese tipo?, se parte en cuatro pedazos, de lo bien que está. Y ese otro fulano si que está para matarlo (y no en el sentido estricto de la palabra, sino más bien, metafóricamente hablando).
¡Esta para el crimen!, pero del sexual y en la ¡cama! Pero todo termina en muchos ratones y pocas nueces y del dicho al hecho, mucho trecho que finalmente no transitamos.
Porque para muchas de nosotras, ir a la cama, es ir a hacer el amor. No una maratón de posturas desde el 69 hasta el misionero. O una simple satisfacción de deseos que nosotras también tenemos.
Pero a veces pasa que, cansadas del peso de las ornamentales ornamentas decidimos tirar la chancleta. Y organizamos el operativo. Llamamos en carácter de urgente a nuestra mejor amiga para confesarle: “he decidido sucumbir”.
Para entonces nos recordamos cuando fue la última vez que pasamos por una lencería y empezamos a titubear: ¿y si me pongo ropa hot?, como tengo ganas, este otro que no me conoce puede pensar que soy una trola.
Y si me pongo normal, va a pensar que parezco una monja de clausura. ¿O lo pienso yo? Y los rollos como los disimulo porque con el negro todo muy bonito y cuando me saco el negro y quedo en cueros, ¿de qué me disfrazo?
Y seguimos maquinando, echando espuma por la boca pensando en que fácil la tienen ellos, no se andan con vueltas y no andan haciendo tanta alharaca y lío.
Pero igual seguimos dándonos máquina: ¿De color rojo el soutien, no… va a pensar cualquier cosa de mí, que ejerzo el más antiguo de los oficios.
¿Y qué me pongo, entonces, vedetina, recatada e insinuante o cola less? ¿O todo prudente y la remato con media porta ligas negra? Bueno…(acá, léase, suspiro) y una, respira hondo y marcha presa entre lo recatado y las ganas de zafarse un poco.
Pero ya le va encontrando el gustito a la trasgresión. A lo mejor ni siquiera se lleva el rédito la aventura, sino el hecho de que nos gusta, revolver en las lencerías ¿para alguien más que nos desee?
Tal vez solo sea que esas ganas del otro nos devuelve algún sentido de estar vivas, que se nos perdió entre tanta rutina, de trabajo, de facturaciones, de balances, de ollas, cacerolas, y las ganas de reptar a la cama descartando de cuajo el kamasutra ilustrado, ( que nos mande de cabeza a un traumatólogo: a él por ensayar el salto del tigre desde el ropero y a nosotras por practicar la víbora, que por falta de práctica quedamos enroscadas y anudadas) y lo cambiamos por un buen revolcón con Morfeo que nos tienta para perdernos en el paraíso de las sábanas para despertar mañana.
Y seguimos mirando. Pasamos por la peluquería y matamos los ochocientos pájaros de un tiro que no matamos hace años y para nuestro peor es nada.
Y nos hacemos pies y manos, nos depilamos y dicho sea de paso hundimos nuestros morlacos como en el “titanic” y nos masajeamos un poco para desestresarnos.
Desempolvamos, nunca mejor aplicado el término (que esta vez no tendrá nada que ver con el acumulado en los muebles por los siglos de los siglos) el rimel, las pestañas postizas y el make up que pegue con la ropa.
Y me contestaré la pregunta del millón: ¿entraré en la mini a los cuarenta? Uff, un empujoncito otro estiramiento, me quedo sin respirar un buen rato, retengo la respiración y mientras tanto la panza y los rollos hasta que me pongo violeta y ¡entré!
Y encima con el plus de que no destrocé la costura. Y nos abonaremos otra vez al espejo, ese aliado incondicional de nuestra vida femenina, que ya teníamos olvidado entre las sumas de los coros de nuestros hijos: mamá, vení, mamá.
Que viejos quedaron los tiempos que ya ni me acuerdo cuando me ponía ropa sexy. Y todo esto constituye una muestra, matices más, matices menos, y cada mujer en su estilo, de la ceremonia “pre” ante una infidelidad.
Seguramente, el medio camino de fem fatale con mujer que simple y solamente quiere experimentar, hará alianza con su mejor amiga que la ayudará con toda esta previa y con el plus post de la culpa o falta de ella, que se le viene después.
Se comerá las uñas a su par hasta que pase lo que deba pasar, o nos arrepintamos a los dos segundos y queremos devolver todo o mejor aún usarlo con nuestra media naranja y reavivar la pasión.
Y a cambio, esta mejor amiga en cuestión, exigirá el relato pormenorizado de cada detalle y suspiro sin tener el menor reparo en que se la llame “voyerista” ni nada por el estilo.
Sopena de no ayudarla nunca más, de lo contrario. Porque lisa y llanamente se lo merece por estar ahí siempre a nuestro lado y al pie del cañón.
Porque solo ella y nuestra alma sabrán nuestro debate entre nuestro Eros y nuestra culpa. Porque en el medio de la compra de la lencería nos atacarán por la espalda, a sangre fría y a traición los recuerdos, el primer ramo de flores que nunca más se repitió.
Los primeros masajes a la luz de las velas alumbrando el camino al amor que nunca más se reeditó. Que sirvió muy bien a la hora de la conquista pero que después perdieron su sex apeal con el transcurso de los años.
Que la panza de él. Que los alicaídos egos míos y los tres cuartos traseros que están tentando probar la ley de la gravedad. Que los torpes arrumacos de él.
Que los besos rápidos y como al descuido en honor a la costumbre. En vez de estos prometedores y tentadores que ofrece la aventura. Un rejuvenecimiento de adentro y de afuera.
Un jugar a: ¿“crees que soy sexy”?, de nuevo y para otro y para esa otra, en la que me estoy convirtiendo.
Ellos son los ganadores si se levantan a otra mina, nosotros somos las guachas, las perras, las yeguas, las descocadas que salen a ventilar sus deseos sofocados de tantas noches de sueño intenso de él y de insomnio profundo de nosotras.
Anhelantes al acecho que alguna vez él vuelva a buscarnos. Con un truco novedoso debajo de la manga. O un chocolate tentación debajo de la almohada.
Y llegado el momento del ser o no ser. De traición o no traición. Cada mujer quedará a solas con la eterna pregunta, después de todo: ¿Qué es ser fiel? ¿a quién le debo fidelidad eterna?.
Y más allá de la respuesta resoplará alguna voz repiqueteándole al oído: ser o no ser fiel, “that it the question” y cada una tomará la decisión que crea necesaria para si misma.
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