“¿Le lustro las botas, señorita?”, preguntó Luis, a un señor que iba a entrar a un restaurante. Con intervenciones de esta clase, los niños “lustrabotas” consiguen trabajar.
Luis es un pequeño de 10 años. Trabaja para ayudar a su mamá. Tiene una hermana menor, de 8 años. Su padre viajó hace dos años. “¿Quién sabrá dónde está mi papito?”, preguntó al cielo.
“Si lo extraño, ¿será que regresa?”. Los tres viven en un departamento de dos dormitorios, tras la Iglesia de San Blas.
“Mi hermanita y yo estudiamos en las mañanas. Solo que yo no voy a la escuela”, enfatizó con una tranquilidad inquietante. “¡No! No crea que soy vago. No quiero ir porque a mi ma’ no le alcanza el dinero.
Así que a escondidas de ella salgo a lustrar zapatos”. Cuando estudiaba muchos niños se burlaban d él por su uniforme desgastado y por sus constantes bostezos.
Así muchos de sus profesores y compañeros pensaron que “soy un vago, que quiero dormir. Me pegaban. No sabían que lo que tenía era hambre”. Golpeó con su brazo su pierna y continuó “¡Ah! Pero mi ñaña no va a pasar por eso. Para eso trabajo”.
La familia de su papá humillaba constantemente a Elena, su madre. La tachaban de “india igualada”. Elena trabaja en una fábrica de telas. “Cada noche llega más cansada y triste.
No creo que sea por vernos a nosotros”, señaló Luis. “En la calle encuentro muchas cosas malas. Una vez unos niños me invitaron a tomar trago.
Estaban sentados en la esquina con una de Trópico”. Desde aquel día ha ingerido licor unas cuantas veces “No lo hago por trago, dice. Con eso me olvido de los problemas de mi casa. Puedo reír por un rato”.
Luis asegura que siempre encuentra a alguien que le brinde un sorbo. “Además me quita el hambre”, justificó. Cuando no hay mucha comida en la casa cede su porción a Lorena, su hermana.
Su mamá ya no come. “Nunca llega con hambre”, dijo con un poco de ira. “Yo quiero que la Lorena estudie y para eso tiene que comer.
La porción de comida que nos da mi ma’ no le llena y le doy la mía”. Alzó los hombros, mientras caminaba. El sonido del arrastre de sus zapatos en el asfalto, nos acompañaba.
Parecía un niño desganado. No le gustaba imaginarse en el futuro. Veía sus sueños reflejados en Lorena. Su corazón sufría y suspiraba, pero sus ojos no lo delataban.
En toda la conversación, no lloró. Y lo justificó: “no voy a llorar. No tengo porque hacerlo. Los hombres no lloramos. Trabajo para ayudar a mi ma’, para que no se muera y pa’ que la Lore coma. No es para llorar, ¿o si?”.
De repente exclamó: “¡Íjole! Bueno, me voy, ya es casi las doce y no he lustrado mucho”. Tomó su cajón con fuerza y empezó a correr. ¿A dónde? Ni él sabía, pero tenía que trabajar.
Por María José Aguilar
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