Cuando
la conocí, yo andaba medio desesperada por vender un terreno que teníamos. Con
mi marido vivíamos ya en nuestra casa propia pero faltaban los pisos, las
puertas, la pintura, una cantidad de vidrios y no sigo enumerando o parecerá
que no disponíamos más que del techo puesto.
Ella,
Leonor, era la única que contestó a nuestro aviso de venta en los diarios. Era
la séptima u octava vez que se publicaba y nada.
De pronto, caída del cielo,
llegó esta risa rubia y radiante, que quería comprarlo. A toda prisa además.
El banco le daría un préstamo siempre y cuando presentase su documentación
completa antes de diciembre. Faltaba más de tres meses, nos pareció a las dos
que eso era un amplio plazo para conseguir los papeles.
Ignorábamos
la parsimonia de los Registros Públicos, y la posibilidad de que se equivocaran
en entregar el papel preciso y cómo una huelga de empleados puede estropear
cualquier plan.
Y así fue: a la lentitud, se sumó el documento incorrecto y el
no poder reclamar porque nadie estaba en su puesto. Ella me aplacaba cada vez
que yo estaba a punto de inflamarme. Era sabia la forma en que ofrecía sosiego.
Y
así fuimos viéndonos varias veces. Mientras, me contó todo sobre su marido y
me contó sobre su hermana y sobrino y me contó sobre el jardín de rosas que
tendría y así siguió contando y contando. Puede parecerles simple y aburrido,
cosas que se escuchan a menudo; pero no, no como ella lo decía.
Eso puedo
asegurarles. También me enteré que casada, sin niños, estaba convencida que
pronto gozaría de su añorado bebé. Llevaba buen tiempo tomando brebajes
horribles, sentándose en piedras prodigiosas, soportando la restregada de
cuyes, huevos y pichi de cabra preñada, no obstante seguir a la vez tratamientos aprobados por la ciencia.
Aparte
de esto, reparé en las cien formas que tenía de reír, agitar entusiasmada la
melena y mirarte a los ojos mientras tomaba tu brazo o tu mano y te imaginabas
que toda esa gente de la que hablaba era tan formidable como ella. Varias veces
soñé que me regocijaba de la vida como Leonor. Porque yo sólo generaba
silencios.
También
recuerdo su otra ilusión: su casa, con un techado compuesto por cúpulas.
Alguien la había convencido de lo económicas que eran, además de lindas. Eso
sí, parecía que estaba a punto de tenerlo. Hubo un momento en que dudamos si
los Registros Públicos se lo permitirían. Luego paulatinamente fue solucionándose
todo.
Un
día o dos antes que terminase el papeleo, llegó a casa, con la cara iluminada
de manera especial, me abrazó tan fuerte que creí que me privaba del aliento,
sin soltarme dijo quedito: Estoy esperando un hijo.
Entendí
que los cielos cuando quieren concedernos favores lo hacen a manos llenas. Sus
dos ilusiones estaban concretándose
a la vez.
Y
recibió los papeles del terreno de marras y antes de terminar la semana
nosotros tuvimos el dinero. Olvidamos a Leonor.
Pasaron
dos años, quizá tres, y un día me encontré más o menos cerca de la calle de
ese terreno que alguna vez, de manera pasajera, fue nuestro.
Esta última
palabra me hizo pensar si, realmente, era posible poseer un trozo de tierra, me
di cuenta que sólo había habido un papelito que decía que era nuestro, porque
cómo disponer una de algo que no puede moverse, ni llevarse, ni cambiarlo de
sitio.
El
papelito se lo pasé a Leonor para que ella a su vez, algún día, se lo diera a
otro. En fin… son cosas que nos creemos…
La
cercanía me hizo desear transitar otro poquito más en su vida, conocer a su niño,
y moría de curiosidad por ver las cupulitas del techo, como ella las llamaba.
Viré el carro hacia la izquierda, avancé dos cuadras y divisé las altas
formas redondeadas detrás de un muro.
Allí estaban, tal como las había
descrito, no eran muy atractivas, pero me alegré de verlas. Estacioné, y
rememorando el encanto de su persona, toqué el timbre. Tardaron en abrir, al
fin, una empleada de cara arisca asomó.
Pregunté
por la señora Leonor, mientras veía hermosos macizos de rosas en el amplio
jardín y cercana a la puerta de la casa vi a otra empleada con un pequeñín en
brazos. Me sorprendí mucho cuando
dijo:
Aquí
no vive ninguna señora de ese nombre.
-No
es posible, ésta es su casa.
–No.
Aquí no vive, no la conozco. Se ha equivocado.
Y
recibí un portazo. Regresé al carro, desilusionada, intrigada, molesta.
Al
llegar a mi casa las cosas que enredaban mi energía me hicieron arrinconar por
completo el incidente.
Otra
vez transcurrió mucho tiempo. Tramitaba algo en una dependencia pública,
cuando leí el nombre del jefe, era su esposo. Decidí pasar a saludarle. Me
recibió reconociéndome enseguida. Después de algunas trivialidades, le
pregunté cómo estaba Leonor. Él me miro como extrañado, entrecerró un poco
los ojos, volvió a abrirlos y escuché su voz neutra:
-¿No
sabías? Leonor
murió hace seis años. Fue al dar a luz a nuestro hijo.
Salí
lentamente de la oficina, apartándome de su voz indefinida, su calvicie
incipiente y del agobio que sentí. Traté de contener las lágrimas que
empezaron a insinuarse nublando mi vista. Afuera, algo me distrajo y quise que
siguiera distrayéndome hasta salir del edificio y después y después.