El cuento de “El espejo”

Había pasado muy mala noche, esa impresión tuvo. Se levantó, o creyó levantarse, tal era su aturdimiento, desorientado, sin saber bien si el lado del salón caía acá o allá, y dónde -¡maldita sea, dónde!- el cuarto de baño...

Echó a andar por un pasillo a la buena de Dios y de repente se encontró en la cocina, o eso le pareció por un momento. Pero le entró la duda de si no sería el retrete del servicio, allí había un desaguadero y él quería desaguar. Y desaguó, o tal creyó, y qué a gusto se sintió o creyó sentirse, en ese punto tanto le daba confundir la realidad de la vigilia con la irrealidad del sueño. Había evacuado o creído evacuar, tanto daba, y se sintió aliviado. Cuando buscó la cisterna, de las antiguas, en alto y con cadena, se encontró con el escurreplatos, o creyó que aquello era el escurreplatos. ¿Pero qué coño me ocurre? ¿Tan mala noche he pasado? A falta de cadena de la que tirar, abrió el grifo y dejó correr el agua. Sí, era la cocina y había evacuado la vejiga en uno de los senos de la pileta. ¡A hacer puñetas! Ya no estaba allí su mujer para reprochárselo, hacía un mes que se había largado con el dentista que le había hecho la última prótesis, harta de verlo masturbarse por las noches el cerebro y la herramienta. A ver si dejas algo para mí, cariño, que me tienes contenta con tanta exhibición de genitales. ¿Desde cuándo no me cabalgas como es debido, por usar una de tus metáforas? Ahí te estás, mirándote en el espejo para seguir añadiendo volúmenes a tu obra, y yo muerta de risa, de las chorradas que escribes y de lo poco que me atiendes, que ya hasta con el del butano me lo tengo que montar, que una no es de piedra y necesita que la rieguen. Y ahora que has terminado el artículo, seguirás frente al espejo para ver lo gorda que la tienes, que si no la evalúas frente al espejo en su grosor y longitud, y en lo dura que te la ponen tus propias fantasías, que es lo que tenéis los cagatintas, que os ponéis cachondos con vuestras propias fantasías, no podrás coger el sueño. El válium, no se te olvide. Y lávate los dientes, marrano, y de paso destrózatela en el baño y ahórrame el espectáculo, cariño, hazme ese favor ya que no me haces el del débito.

Era el último sermón que le había oído a su señora esposa antes de coger puerta y largarse con el dentista, y cada mañana, desde entonces, como el que conecta la radio para oír las noticias, se lo oía en su cabeza: el del débito, el del débito, decía la voz de su mujer como un eco. Apagó su voz, la de quien había sido su mujer, o se apagó sola, a tiempo de oír a la sirvienta cantar lo de Miguelito, qué le pasa, qué le pasa a Miguelito. La sirvienta era casi de la quinta de los de Triana Pura, había sido algo cupletista en su juventud, y donde ha habido siempre queda, la afición tira mucho, señorito, decía para justificarse. Porque el señorito, apenas se aseaba y se tomaba un café, se ponía ante el espejo y frente al teclado del ordenador, y requería silencio, el maestro escribe y requiere silencio o la metáfora no alumbra la pantalla en blanco, siempre arrancaba con una metáfora brillante para abrir boca y enseguida un adjetivo inédito, con lo difícil que es dar con un adjetivo inédito, qué sabrá este mamarracho que tengo por sirvienta que suda y se muerde la lengua cuando tiene que firmar. Por eso escribo para las marquesas, que me invitan a sus tés con pastas y a sus lechos con baldaquín. Ya que no me pude tirar a la Sanseverina, ¡oh, la Sanseverina!, sólo me queda el consuelo de tirarme a sus epígonos, a sus escasos epígonos, en estos malos tiempos que me ha tocado vivir en los que tanto abunda el género de golfa iletrada y chochito loco y boquita pintada.

Tenía el escritor como referente erótico y musa silente a la Sanseverina, con quien se había refocilado en mil fantasías y había gozado de otras tantas amenas conversaciones, y un altarcito a Proust con perifollo barroco de metáforas y tropos de mucha enjundia y fundamento. El conde Mosca era un cabrón. En un horizonte más lejano, como referente de su propia lengua y su maledicencia, tenía a Quevedo, un horizonte inalcanzable pero que ahí estaba, como los horizontes de la tierra que lo vio nacer, una tierra de mucho pan y mucho desprecio a todo cuanto ignora. Para su obra menor, la de los artículos que escribía diariamente en la prensa, una pasta gansa que añadir a las pastas de las marquesas, que cada día caía en su cuenta corriente como esa gota en el sistema de riego almeriense que, una a una, se convierte en un glorioso tomate, tenía como santo patrón a Larra, para qué remitirse a otros patrones de medio pelo, siempre ha habido clases, y en literatura, más. Y él era un literato disfrazado de literato que defecaba literatura como usted, cada día, evacua lo que puede, o lo que tiene, cada uno ha de conformarse con sus propias miserias, así es la vida, amigo. Usted tira de la cadena para remitirlo al colector de desagüe y el literato lo envía por el módem al periódico, o lo guarda en el disco duro hasta que junta doscientos o trescientos folios que remitir a la editorial, palabra tras palabra, que se dice pronto, conjugando con exquisita perfección sujeto, verbo y predicado, y enlazando oraciones simples y compuestas, subordinadas sustantivas, adjetivas y adverbiales, coordinadas copulativas, distributivas, disyuntivas, adversativas y causales, una tras otra, con su puntuación como manda la Academia o como le sale de los cojones, que a él la Academia se la trae floja, nos ha jodido, tropecientas veces ha sido propuesto pero joder qué tropa los de la Academia, eso dijo Romanones.

– Oiga, y ese señor, ¿de qué escribe?

– De lo que sea, no tiene empacho en escribir de lo que sea. Él se inventa un pretexto, un suponer, la violetera y el ramito de violetas, aunque ya no hay de eso. Y se pone frente al espejo y empieza a describirse sus manos, sus ojeras, sus recuerdos de infancia o aún mejor de adolescencia, de cuando se la meneó por primera vez y esas cochinadas, o de la vecinita que tenía cuando vivía en su pueblo, y venga páginas y más páginas.

– ¿Y de las violetas? ¿No era el tema el ramito de violetas de la violetera?

– ¡El tema! Ni se lo nombre. Si le nombra usted el tema puede mentarle la madre. El tema es una ordinariez que necesitan algunos escritores menores. Eso del tema, del planteamiento, nudo y desenlace, todo eso se la trae floja, amigo, ya se ve que usted no está al loro de lo que se cuece en algunos círculos literarios.

– Pero algo dirá de la violetera.

– Un capítulo sí y otro no, el autor se cruza con la violetera, a quien dirige unas amables palabras en monólogo interior, y sigue su paseo tras el culo de una muchacha en flor, o pensando en sus cosas, o describiendo cómo tiene esa mañana los ojos, anoche bebió mucho whisky en casa de la marquesa y ha dejado huella en sus ojos, que describirá con todo detalle.

– Me deja usted de una pieza.

Dígamelo a mí. Pero deje que siga con mi historia. Se sentía muy mal, aquella mañana el escritor se sentía fatal, no me encuentro bien, estoy… Espera. Abrió de nuevo el grifo y bebió a morro un trago largo de mañana resacosa. El agua de Madrid siempre ha sido muy buena para la resaca, quizá ayer me pasé de whisky, eso debe ser, aunque era de malta, no tendría por qué haberme sentado mal. O quizá fue esa última copa que tomé con el pesado de… ¿Cómo se llama ese chico que imita malamente a Faulkner y pretende convertir su maldito pueblo en el condado de Yoknapatawpha? Como se llame. Qué petulancia. Unos versitos en la revista cultural del Ayuntamiento de su pueblo, o de la asociación cultural de no sé qué historia de su pueblo, y ya se cree Faulkner, o Martín Santos, con derecho a darme la vara con sus opiniones sobre el sur americano, el sur, los sures azules de cielos irreales cuyos ángeles mean en pozos de miseria. Sin duda te sobró esa última copa en el Gijón, pero si no te dejas ver, si no te das la vuelta de rigor, creen que te has muerto, rigor mortis, que es lo que está deseando más de uno, que me muera para ocupar mi columna, o para escribirme una necrológica con mala leche, y para mala leche, la mía, ya os daré yo necrológicas.

Alzó el visillo de la ventana de la cocina y se asomó a un cielo borrascoso, ya lo había anunciado el día anterior el hombre del tiempo, que en la cadena TV que él veía era la mujer del tiempo, bajas presiones en el centro de la Península con probables tormentas en la sierra y disminución de las temperaturas, nieve a partir de los mil metros. Pues qué bien. Quizá sea el tiempo, estos cambios no son buenos. La sierra permanecía oculta tras unos nubarrones oscuros, de panza de burro, y la carretera de La Coruña, como cada mañana, estaba congestionada por los coches de esos horteras que tienen que acudir ante un jefe a cumplir con una obligación estúpida, a fichar ante una máquina, no es como yo, que me planto ante el ordenata, pongo a parir a quien se me pone en los cojones, hoy al nuevo líder de la oposición y mañana al inquilino de la Moncloa, que da mucho juego, y nunca falta algún teniente general a quien ponerme a sus órdenes, ja, ja.

Salió de la cocina y buscó orientación, seguía muy confuso, no reconocía su propia casa, ese cuadro se lo había regalado, ¿quién se lo había regalado?, quien fuese. A la izquierda no, esa puerta parecía dar a la terraza, a la derecha, sí, a la derecha había un salón enorme con mucha pintura colgada en las paredes, pero pasó de largo, él buscaba el cuarto de baño propio, el de su mujer permanecía cerrado desde que se largó con el dentista con quien te estarás refocilando a gusto, es verdad que los últimos años te tuve abandonada, te encontraba muy ordinaria y muy convencional, querida, no te puedes hacer idea de cómo se comportan en la cama mis admiradoras, y que me gusta masturbarme a la salud de la Sanseverina, desde que leí en mi adolescencia La cartuja de Parma estoy obsesionado con ella, qué quieres, yo hubiese lucido mejor en sus salones y el conde Mosca hubiese parecido un palafrenero a mi servicio. Yo soy dueño de la palabra, he leído a todos, absolutamente a todos, desde Berceo hasta Cela sin saltarme uno, que algunos colegas se saltan siglos enteros, nada saben del Dieciocho, se lo saltan y se pasan directamente al Diecinueve, el sur, los sures de cielos diáfanos con ángeles como niños de vientres abultados que orinan en las esquinas de jaimas o de suburbios, no es eso, hoy no es mi día, pero dónde coño está mi baño, he de afeitarme y tomarme un café antes de sentarme, ¡Engracia, vete haciéndome café y déjate de Miguelitos! ¿Es éste mi baño? Maldita zorra, ni siquiera te llevaste tus potes de cremas y a estas horas estarás sujetando en la cama a tu dentista con tus juegos pueriles, ayer la nueva becaria se empeñó en hacerlo como en el último tango, pusimos el vídeo y seguimos paso a paso sus juegos desesperados incluida la mantequilla y consiguió hacerme olvidar de la Sanseverina, y es que esta nueva hornada de becarias se lo saben todo, el kamasutra es para ellas un tebeo de iniciación al sexo para niños procaces, ¡coño!, mi crema de afeitar. Dio todas las luces y se asomó al espejo como quien se asoma a una ventana tras la cual espera encontrar un mal paisaje, un paisaje de suburbio y desguace. Se llevó un susto de muerte. Él esperaba encontrar sus ojeras, su pelo prematuramente blanco, pero las ojeras no estaban reflejadas en el espejo. En realidad, el espejo no devolvía imagen alguna, ni buena ni mala. ¿He perdido la vista, además del sentido de la orientación? ¿O es el espejo, que no quiere devolver mi imagen? Y se angustió. Toda su obra literaria estaba escrita ante el espejo, él se ponía ante el espejo, y el espejo le dictaba las palabras, que fluían como un río, y le traía la memoria de sus pasos por la vida, de su infancia y adolescencia en su ciudad de provincias, todos somos de pueblo o de provincias. Y ahora, ¿qué?

Se agachó flexionando las piernas hasta dejar el espejo ahí arriba, vamos a intentarlo de nuevo, me asomo despacio y a ver qué pasa. Si no me veo, si no me veo, se acabó mi carrera literaria, quedaré como un gacetillero con mala baba, porque de la gente guapa de este país me lo sé todo, y lo que no sé, me lo invento, es para lo único que tengo inventiva, un gacetillero de altura, desde luego, tengo muchos frentes en los que luchar, en el izquierdismo de diseño, en la derechona de camafeo lacado y heráldica falsificada, y hasta a mis marquesas puedo sacarles las entrañas y mostrárselas al mundo que me lee tal como son, ¡pero mi obra!, sólo la memoria es literatura y mi memoria está en el espejo. Despacito, eso es, arriba y a ver qué coño pasa. El espejo reflejaba el baldosín porcelanosa reluciente, limpio como los chorros del oro, la señora Engracia le tenía el piso que se podían comer sopas en el suelo, pero su cara no aparecía, ni sus manos, que puso frente al espejo. Espera. Allí estaba, en el sitio equivocado, un espejo de mano de la zorra de su mujer, un espejo de aumento para depilarse las cejas y detectar espinillas y otras excrecencias de la piel. Se asomó a ese otro círculo especular como al fondo de un pozo y el alma se le escurrió hasta los pies como esperma de vela. ¿Dónde estoy, maldita sea?

Se sentó al borde de la pileta circular que constituía la bañera y se volvió a preguntar por su existencia. Apartó con brusquedad lo de pienso luego existo, un topicazo que usaban todos los aprendices de su oficio e intentó hacer memoria, sin espejo, sólo para su uso personal, de lo que había hecho la tarde anterior. Creía recordar que había dormido un rato la siesta tras el telediario, había escrito el artículo, ¿o habían sido dos artículos, también el de la revista de colorines?, se había duchado y, en taxi, él no conducía entre aquella locura de tráfico y cláxones que era Madrid a esas horas, a cualquier hora, se había dirigido al Meliá, donde tenía cita con la última becaria yanqui que hacía tesis sobre su obra, y se había encamado con aquella pecosa sureña, el sur, los sures imposibles de cielos desguazados, y con una botella del de malta, también con una botella del de malta, ella bien provista de porros, cada uno se acuesta con sus propios pecados, y la yanqui había puesto un vídeo del último tango entre risas de gata y muchos maidarlins. Y, creía recordar, llegados a un punto de temperatura determinada, habían entrado en ebullición, cada cuerpo tiene su punto de ebullición, el agua hierve a cien grados Celsius, y, con la sangre bien regada en alcohol etílico de su parte, y la de ella ahumada en el horno de la marihuana, se habían dado a imitaciones enfurecidas, primero por delante, por el vaso idóneo, después por el equívoco con mucha mantequilla como en la cocina centroeuropea, se habían dado un descanso para hablar sobre la estructura de su última obra, ella había hablado de la estructura de su última obra, y de los materiales, y del caos en el orden o viceversa, le había preguntado el significado de algunos neologismos que tenía apuntados en una libreta, había tirado la libreta al techo que había volado por un momento como una paloma herida entre nuevas risas y maullidos y maidarlins, y habían consumado el tercero, estaba hecho un mulo el escritor cuarentón, y es que aquella hija de puta sabía más de kamasutras que de nueva literatura hispánica. Pero, toda esa historia de gimnasias kamasutras regada con whisky de malta, ¿no la habría soñado, o, más probablemente, no la habría inventado en su eterno duermevela de la literatura? Porque los escritores nadan con frecuencia en la ambigüedad de unas aguas irreales, o no serían tales.  

– ¿Quiere usted decir que confunden realidad y ficción?

– Quiero decir que hay literatos a tiempo parcial, por llamarlos de algún modo, que entran y salen de la realidad a la ficción como usted entra y sale de su casa a la calle y viceversa, con naturalidad y oficio; se quitan los zapatos y la corbata del curro extraliterario, y se ponen las zapatillas y la bata de la literatura, no sé si me sigue. Así se ha escrito la mejor literatura del mundo. Pero este escritor lo es a tiempo total, se levanta con la metáfora y se acuesta con ella, por eso se le largó su mujer, porque para el escritor se había convertido en una metáfora trillada, cada noche al acostarse y cada mañana al abrir los ojos se tropezaba con la misma metáfora, y eso es muy duro para quien vive de ella, de la dichosa metáfora y ha de andar por el mundo buscándola sin descanso, una nueva, siempre una nueva.

– Yo creía que escribir era dar, antes que nada, con una buena historia, y después ponerla en pie con más o menos oficio; pero usted me habla de metáforas, sólo de…

– Porque usted no sabe de quién hablo. Y porque, me temo, usted se ha quedado en La isla del tesoro, en Los hermanos Karamazov, en La montaña mágica, incluso en La cartuja de Parma, de cuya heroína está enamorado el sujeto de quien le hablo.

– También he leído Tiempo de silencio, y Mazurca para dos muertos, incluso La fiesta del Chivo, que está calentita, como quien dice. Estoy al día, más o menos, no crea, aunque como aficionado, claro.

– Le felicito, amigo, y no se desanime por lo que me oye contar. Pero déjeme que siga con mi historia.

En su aturdimiento y en la duda que acababa de invadirle el ánimo, en si la gimnasia amatoria de la tarde anterior no sería pura ficción, tomó una resolución heroica. Al fondo del chalet, parecía que en la cocina, la señora Engracia había dejado el soniquete de Miguelito y, por lo bajini, siempre por lo bajini, no se fuese a despertar el señorito, andaba a vueltas con los ojos verdes apoyá en el quicio de la mancebía. Ay, esta mujer siempre cantando canciones con historia, con tema, al pueblo hay que darle tema y lágrimas, por eso yo escribo para las marquesas, hartas de historia, de su propia historia. Ya huele a café. Dio de pura casualidad con la sala de estar donde reinaba el ordenador, su confesor y su alcahuete, y lo encendió. Tomó un cigarrillo, dudó, y lo dejó reposar en el cenicero que guardaba aún los cabos de los pitillos del día anterior, aún no ha pasado por aquí la sirvienta y eso que se lo tengo dicho, siempre por el lugar de trabajo lo primero, después siga por donde le parezca, tanto me da la cocina que el polvo del salón, a mí qué puñetas me importa el salón si yo frecuento otros salones, lo encenderé después del café, me tomo primero el café, a ver si quiere Dios que me despabile, y después me aseo y enciendo el cigarrillo. Entró en la red y pinchó las señas del periódico en el que reinaba con su columna de lujo, eso decían los aduladores del escritor, que su columna era de lujo, aunque costaba un pico del presupuesto editorial, una bagatela para un periódico que declaraba unas ganancias millonarias al año. Pinchó artículos de opinión y allí estaba su nombre, no se acordaba de qué había escrito la tarde anterior, hizo un pequeño esfuerzo infructuoso por recordar durante esos segundos que tardó en aparecer el artículo, y sí, en efecto, ahí estaba su artículo sobre el euro, ahora lo recordaba, él nada sabía de economía, desde luego, o no más que usted y que yo, su paridad con el dólar, que iba en picado contra todo pronóstico según los expertos, y como compramos en dólares las materias primas, estábamos comprando inflación, etcétera, pero su verbo fluía con generosidad en torno a la moneda europea, y el europeísmo y el euroescepticismo y la madre que lo parió, qué  diarrea de palabras. Bien, se dijo, al menos en el periódico existo; el espejo no querrá reflejar mi figura, pero la página postrera del periódico da fe de mi existencia, mi espejo, quizá mi nuevo y único espejo donde ya me encargaré yo de que mis lectores me vean las ojeras de la noche anterior o yo no sería quien soy. Suspiró de gozo como la primera vez que vio su nombre en letra impresa y vio por el rabillo del ojo a la señora Engracia, un bulto, en realidad, pero que no podía ser otro que el de la sirvienta, que cruzaba por el pasillo camino quizá de su dormitorio. Tráigame aquí el café, dijo, pero no obtuvo respuesta. Se salió del artículo y pinchó primera página. La señora Engracia golpeaba discreta la puerta del dormitorio del señor, señorito, señorito. Silencio. Estoy aquí, en la sala de trabajo, dijo en voz alta. Señorito, señorito, insistía Engracia. El señorito oyó un grito, ¡Jesús, María y José!, y una carrera por el pasillo. ¡Coño! Ni que hubiese visto un fantasma. Se quedó con la idea de que el Chino había dimitido antes de levantarse y dirigirse tras la figura rechoncha de la señora Engracia, tan hacendosa ella, y tan asustadiza, esa faceta no se la conocía. Se detuvo en la puerta del salón viendo las espaldas de la sirvienta, que tecleaba en el teléfono. Ay, qué nerviosa estoy, le oyó decir, usted perdone, ¿es la policía? Usted perdone, usted perdone, repetía, pero es el único número de teléfono de emergencia que me sé de memoria. El escritor palideció, o creyó palidecer. ¿Pero qué dice esta loca? Esta mujer se ha vuelto loca. Se dirigió hacia su dormitorio, ¡dónde coño está mi dormitorio, maldita sea mi estampa!, no, éste es el de huéspedes, el que había utilizado su mujer los últimos tiempos antes de coger puerta camino del lecho del dentista, aquí sí que estoy hecha una reina con un hombre que no me da la vara con sus locuras sanseverinas y que, con su carita de no haber roto nunca un plato, me vuelve loca con sus acrobacias, que una ya está en esa edad en que hay que coger el amor como se coge el taxi con luz verde en día de lluvia, por Dios bendito. ¡Por Dios bendito, ése soy yo, eso soy yo!, corrió por el pasillo, ¡el ordenata, el periódico, buscar necrológicas! Se topó con un desconocido que ocupaba su silla ortopédica y que tecleaba a velocidad de vértigo. Aún es pronto para la necrológica, ¿no cree? Ya está, se puso en pie, ya le he dado de baja aquí y le he dado de alta allá, dijo el personaje. ¿Quiere usted decir que…? Sí, eso quiero decir. Vámonos. ¿Adónde? El desconocido se echó a reír. ¿Que adónde? Puesto que a usted le gustan las metáforas, se lo diré en lenguaje figurado: al otro lado del espejo, amigo.

Por A. Pedraza Rodríguez
Sevilla, septiembre de 2000. 

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