La habitación de las mariposas

Hacía un frío espantoso, lo cual no es que fuera de extrañar en pleno mes de febrero. ¿O no estaban en febrero? Todo era confuso, lo cierto es que iba corriendo en plena noche, totalmente desnudo y con un viento que parecía querer entrar en sus huesos.

Hacía un frío espantoso, lo
cual no es que fuera de extrañar en pleno mes de febrero, pero no dejaba de
sorprenderle porque durante esa mañana había brillado el sol y el día había
sido primaveral….

Un pescador eventual, de los que se acercan al puerto los domingos por la mañana,
estuvo sentado en manga corta prácticamente todo el día sobre uno de los
amarres amarillos con paciencia infinita, a escasos metros de donde ahora se
encontraba él resguardado del viento que había arreciado un par de horas
antes. Era cada vez más frío y duro.

Su perro Toby estaba acurrucado a su lado
y no se atrevía ni a levantar el hocico. Esa misma mañana había estado
jugando como un loco con los chiquillos que patinaban en el tinglado del puerto,
ahora transformado de hecho en una pista de patinaje.

Toby, a pesar de su avanzada
edad, no dejó de correr de un extremo a otro del tinglado persiguiendo a los
chiquillos, lo cual le había valido más de una bronca por parte de alguno de
los padres que no veían con buenos ojos que un perro piojoso como él se
acercase a sus querubines de punta en blanco con sus calcetines nuevos de
domingo y sus zapatos de charol.

Desde el éxito que en la
pasada temporada de Reyes tuvieran los patinetes de aluminio, estos habían
sustituido en el puerto a los patines con las ruedas “en línea”, los cuales
igualmente habían sustituido en su momento a los anteriores, los de toda la
vida, los de cuatro ruedas, dos delante y dos en la parte trasera, como los que
todavía llevan algunas azafatas en las grandes superficies.

Aunque había de
todo, chiquillos con su nuevo patinete de aluminio reluciente, de los
homologados, con su simbolito CE, y los más, con su patinete de imitación,
fabricados vete a saber dónde, mucho más pesados por ser de acero o de hierro,
y con unas aristas que ponían la piel de gallina al verlos patinar, sólo de
imaginar lo que podría pasar si se
daban algún porrazo.

Los padres muchas veces, por
ahorrarse un duro, no le dan ninguna importancia a la seguridad de sus hijos.
Otros simplemente llevaban el patinete que les había tocado en alguna tómbola,
o que les habían regalado a sus padres por comprar alguna enciclopedia, o
cualquier otra cosa, porque ahora, con cualquier cosa regalaban uno de esos
patinetes infernales.

Paco se estaba poniendo ya de
mal humor. El silbido del viento entre los pilares no lo dejaba dormir, y los
huesos se le estaban enfriando.

Ya no era ningún chaval, con cincuenta años a
la espalda, ¿o eran más? Ya no lo recordaba, hacía más de doce años que
vagabundeaba por las calles de Valencia, desde que Toby no era más que un
cachorro que encontró abandonado allí mismo en el puerto, donde la glorieta
que está frente a la vieja grúa flotante que ahora sirve de monumento
portuario.

Tantos años deambulando no
servían tampoco para mejorar su salud que se resentía cada vez más con las
inclemencias del tiempo, sobretodo en las noches de invierno. A veces no dormía
por la noche para no quedarse helado, y para evitar también el ataque de los
gamberros, cada vez más habituales.

La calle ya no era segura para un pacífico
mendigo como él, nadie respeta nada ni a nadie en estos días. Era más seguro
dormir durante el día, pero tenía el problema de que era más difícil pasar
desapercibido y muchas veces le llamaban la atención cuando lo veían tumbado
en un banco del parterre.

Existía un problema añadido cuando dormía durante
el día, y era que su recaudación bajaba considerablemente y había días que apenas le llegaba para un bocadillo.

Por suerte esa noche había
cenado bien; la gente había estado generosa por el buen día y la tranquilidad
que se respiraba en el puerto.

El ligero murmullo del agua era relajante, e
incluso el olor, a sal y algas había resultado reconfortante durante la mañana.
Ahora el olor era mucho más profundo debido a que las aguas estaban perdiendo
su calma agitadas por el cada vez más galopante viento.

Las pequeñas barcas de
recreo que durante el día habían paseado a numerosos domingueros por el
interior del puerto, ahora se agitaban en sus amarres y sus quejidos eran
claramente audibles e intranquilizadores.

Algo se respiraba en el
ambiente que no era agradable. Le esperaba una muy larga noche. Quizás no había
sido tan buena idea la de quedarse en el puerto esa noche, pero ahora era ya
demasiado tarde para empezar a buscar un lugar resguardado donde pasar el resto
de la noche. No llevaba reloj, pero calculaba que serían ya pasadas las dos de
la madrugada.

 La luna llena tampoco ayudaba a dormir con sus reflejos plateados
en el agua azul, aunque por otra parte daba gracias de que estuviera tan
resplandeciente y pudiera ver con cierta claridad lo que le rodeaba.

Con
aquellos ruidos y la sensación que tenía que conseguía erizarle el vello de
la parte trasera del cuello, una oscuridad total quizás no hubiese sido
soportable.


Toby empezó a gemir de forma casi inaudible, Paco lo sintió más
que lo oyó, era evidente que el perro también se encontraba intranquilo, debía
de estar sintiendo lo mismo que él, aquella presencia que en ciertos instantes
parecía invadir todo aquello.

De repente el viento
cambió de dirección, ahora venía por la parte de la vieja aduana, los gemidos
de las barcas que estaban en esa misma dirección se agudizaron, sin duda porque
el viento arrastraba los sonidos hacia donde él estaba.

Ahora se escuchaban
también unos ruidos metálicos, posiblemente ocasionados por los grandes
ganchos de la antigua grúa que sin duda habían empezado a moverse intranquilos
y quejumbrosos.

Ya no distinguía
entre los sonidos reales y los que su mente, cada vez más activa a causa de la
adrenalina, imaginaba. En un momento dado incluso creyó escuchar una música de
fondo, posiblemente de algún coche que pasó por allí cerca con las ventanas
abiertas. ¿Aunque quien iba a conducir esa maldita noche con las ventanas
bajadas?

 Un grito, el maullido de un gato que se refugiaba detrás de algún
arbusto. Sus tripas y quizás las de Toby. Las dos y media, ¿O serían todavía
las dos y cuarto?

Tenía la sensación de que el tiempo estaba transcurriendo en
cámara lenta, como si todo estuviera embotado, los distintos sonidos empezaron
a mezclársele en el interior de su cabeza, le costaba cada vez más pensar.

Un claxon a su
derecha, el ruido del agua a su izquierda, los sonidos metálicos y quejumbrosos
de la grúa lo invadían por detrás mezclados con los de las barquitas
rompeolas, y por delante aquella extraña sensación, como de silencio.

Sabía
que no era posible, que era solo eso, una sensación, pero había un vacío
delante de él, un vacío que “llenaba” todo el interior del tinglado, era
absurdo porque el viento cruzaba de una parte a otra sin impedimentos, la zona
donde él se encontraba no tenía paredes.

No sabía por qué, su corazón empezó
a latir con algo más de fuerza, la distancia temporal entre un latido y el
siguiente se acortaba cada vez más. Toby levantó ligeramente las orejas y su
gemido se acrecentó unos decibelios.

Paco instintivamente
puso una mano sobre el perro y notó que también a él parecían haberle subido
las palpitaciones. Quizás no era tan tarde para buscar otro sitio donde
terminar la noche, al fin y al cabo estaba claro que no iban a poder pegar ojo.

-¿Qué te parece Toby? ¿Buscamos un lugar más tranquilo?

Toby le contestó con
una especie de ladrido de baja intensidad, mezcla de ladrido y gruñido.

-Esto no me gusta nada, no ha sido una buena idea quedarnos aquí, aunque
quién se imaginaba este cambio de tiempo, y no solo eso, el tiempo es lo de
menos, al menos aquí si empieza a llover no nos mojaremos, pero no me gusta lo
que se respira aquí. No me gusta nada. ¿Sientes lo mismo que yo? Sí, claro
que lo sientes.

Empezó a tener miedo
de verdad. ¿No lo estarían observando? Posiblemente sea una de esas bandas de
gamberros que se han colado por aquí en busca de algún mendigo al que pegarle
una paliza.

Comenzó a ver rostros en su imaginación, rostros de muchachos
violentos con cadenas con las que empezaban a golpearle. Recordó una ocasión
en la que se salvó de una de esas palizas gracias a Toby.

Era mucho más joven
y todavía causaba un cierto respeto cuando enseñaba los dientes, pero ahora,
poco podía hacer además de perseguir juguetonamente a los chiquillos cuando
patinaban. Le costaba incluso masticar el pan duro, y no digamos los huesos que
apenas se limitaba a chupar entre sus doloridas fauces.

Pero quizás no les
habían visto, y si se movían de allí para abandonar el recinto, los oirían y
entonces el peligro sería mucho mayor.

No podrían huir. El miedo pone alas en
los pies, pero sus pies eran ya viejos y cansados, y por mucho miedo acumulado
que tuviera, sin duda las ágiles piernas de aquellos sinvergüenzas les darían
alcance en apenas un par de minutos.

Ni siquiera Toby tendría fuerzas para huir
de un ataque en esos momentos, y mucho menos podría defenderlo a él. Las venas
del cuello emitían cada vez más calor y le latían con fuerza, dándole una
sensación de agobio y de mayor nerviosismo.

Sintió unas ganas
irrefrenables de rascarse la cabeza, por lo que se quitó la vieja gorra de tela
de camuflaje, cuya visera de plástico forrado le había protegido durante
tantos años de los rayos de sol.

Se rascó con fuerza el pelo grasiento y sus uñas,
demasiado largas y con suciedad de semanas acumulada, le irritaron la piel del
cuero cabelludo, más que quitarse la sensación de picor, lo que hizo fue
extenderla, y pronto tuvo que rascarse la poblada barba gris, y el interior de
las orejas.

Volvió a ponerse la
gorra y buscó una colilla de Winston que había guardado en el bolsillo de su
ajado abrigo, la destripó sobre una de sus manos y se metió el poco tabaco
recuperado en la boca, donde lo mascó con verdadero placer, tirando los restos
de papel y el filtro al suelo, cerca de él.

La nicotina así absorbida parecía
calmarle los nervios, era una costumbre adquirida hacía ya muchos años, desde
que se dio cuenta de que le resultaba mucho más fácil agenciarse algo de
tabaco recogiendo colillas, que un mechero o cerillas para quemarlas.

Además,
la mayor parte de las colillas contenían tan poco tabaco que resultaba inútil
encenderlas, a no ser que quisiera fumarse el propio filtro.

Sabía que eso le
excitaba las glándulas, produciéndole una gran cantidad de saliva que no
tragaba, sino que se limitaba a escupir, y sabía también que aquellos
escupitajos que tiraba constantemente llenos de tabaco oscuro, eran asquerosos,
pero no le importaba, al fin y al cabo, hacía ya mucho tiempo que se había
acostumbrado a la falta de higiene y a sus olores y fluidos corporales.

Se sentía
bien pudiendo escupir o tirarse un pedo cuando le apetecía sin tener que
guardar ninguna absurda norma de urbanidad.

Si su mujer volviese
de la tumba y pudiera verlo, seguro que preferiría volver al más allá, antes
que compartir un solo minuto con él. Esos pensamientos le hicieron asomar una
leve sonrisa en la cara, además de alejar sus otros pensamientos negativos.

Su
pulso había vuelto a un nivel más normalizado, e incluso podría decirse que
había transmitido esta mejora emocional a su perro, que había dejado de gruñir,
aunque seguía con las orejas alerta y las dos patas delanteras en tensión,
como queriendo estar preparado para levantarse en cualquier momento.

Se había acostumbrado
a la soledad y no le gustaba relacionarse con nadie, excepción hecha de su
viejo cachorro como él solía llamar al perro. No le importaba para nada su
aspecto, y lo único que le importaba era poder comer lo suficiente como para
dormir tranquilamente.

Eso e ir suficientemente abrigado como para no pasar frío.
Odiaba el frío, de hecho, el abrigo que llevaba, lo llevaba tanto en invierno
como en verano, prefería pasar calor a tener que arrastrar una prenda aparatosa
de un lado a otro, arriesgándose además a que se la robaran y no pudiera
tenerla cuando realmente la necesitase.

Ya era suficiente con
arrastrar la enorme manta que tanto bien le hacía por las noches. Durante el día
la ataba como si de un petate se tratara y se la colgaba al hombro, llevándola
siempre consigo.

El hecho de no quitarse nunca el abrigo, hacía que en verano sudara a
mares y apestase a sudor rancio y añejo más de lo habitual, pero tampoco le
importaba demasiado. A pesar de que no comía gran cosa, era bastante rechoncho,
pesaría unos 80 kilos y apenas medía un metro sesenta y cinco.

Su objetivo a
corto plazo no era otro sino el de conseguir unas botas decentes para sustituir
a las que le habían acompañado durante los últimos diez años, y que ya
dejaban ver los dedos de sus pies y no le abrigaban lo suficiente.

Un nuevo cambio en la
dirección del viento lo volvió a la realidad, y se puso de nuevo alerta,
escupió el tabaco mascado, parte del cual fue a parar encima de una de sus
botas.

-¿Oyes algo Toby?

Mezclado con los
silbidos ya habituales del viento, se oyó otro silbido seco y corto, seguido
por un ruido metálico.

Aguzó su oído bueno –apenas oía del izquierdo desde
que tuvo una infección mal curada- y escuchó como se repitió el mismo
silbido, aunque esta vez en lugar de terminar en un ruido metálico, se escuchó
un ligero chapoteo.

Una figura de un
hombre más bien delgado, de unos treinta y cinco años, de pelo oscuro, pasó
corriendo a escasos metros de donde él se encontraba.

Paco se arrimó más a la
pared, como queriendo esconderse, e instintivamente le tapó el hocico al perro
para que no ladrara. La cara de aquel hombre era la verdadera estampa del miedo,
tenía el rostro totalmente convulsionado y la mirada ausente, y lo que más
sorprendió a Paco, era que el tipo iba totalmente desnudo.

Un nuevo silbido como
los anteriores, seco y de corta duración. El hombre desnudo lanzó un grito
ahogado mientras se echaba las manos a la cabeza, de donde había comenzado a
brotar sangre, tropezó con el amarre amarillo donde uno de los pescadores había
estado sentado esa misma mañana en el puerto y se cayó al agua. Debió
hundirse de inmediato porque no se oyó más chapoteo que el de la propia caída.

El cerebro de Paco
empezó a procesar toda la información de los últimos minutos y pronto empezó
a comprender lo que estaba pasando.

A unos cien metros, un hombre, también
delgado, pero vestido, sostenía una pistola en una de sus manos. Era un
individuo de piel oscura, de aspecto árabe, y en el extremo de la pistola se
podía distinguir lo que sin duda era un silenciador.

Los silbidos apagados
que había escuchado eran disparos. El árabe había disparado al hombre desnudo
tres veces, la primera falló y la bala rebotó en alguna superficie metálica,
posiblemente uno de los pilares cercanos, o en el mismo amarre donde luego
tropezaría el pobre infeliz.

La segunda bala acabó en el fondo del mar, eso
fue el chapoteo que había oído, y por último la tercera había alcanzado en
la cabeza al blanco.

Estaba aterrorizado, y
cada vez aplicaba una mayor presión al hocico de Toby que apenas podía
respirar. El árabe se acercaba en dirección al agua, cada vez se encontraba más
cerca de donde él estaba, y si lo veía, no dudaba en que no le importaría
matarlo allí mismo.

Había sido testigo de un crimen a sangre fría y estaba
totalmente indefenso. Si a Toby le daba por gruñir o ladrar, estaban perdidos.

El hombre, de ojos
negros y mirada profunda, con el pelo escaso y rizado, también muy negro, se
acercó al amarre y desde allí se asomó al agua.

Miró a su alrededor, por un
momento, Paco creyó que lo había visto, y sintió como su corazón intentaba
salírsele por la boca, pero pronto se dio cuenta de que donde él se encontraba
había menos luz que en el exterior, donde la luna bañaba con toda su
esplendidez las azules aguas, y por lo visto no podía verlo.

El individuo acabó
de vaciar el cargador disparando varias veces al agua, como queriendo rematar al
que allí había caído, aunque sin apuntar a ninguna parte en concreto, lo cual
le hizo pensar a Paco que el cuerpo no era visible y debía de haberse hundido.

Guardó su pistola y
volvió por donde había venido, tan silenciosamente como había llegado.

Hacía un frío
espantoso, lo cual no es que fuera de extrañar en pleno mes de febrero. ¿O no
estaban en febrero? Todo era confuso, lo cierto es que iba corriendo en plena
noche, totalmente desnudo y con un viento que parecía querer entrar en sus
huesos.

Por fin había podido
escapar de ese maldito encierro. Recordaba vagamente que lo habían secuestrado
y lo habían llevado a un enorme local, muy viejo y de aspecto abandonado, muy
cerca del puerto, aunque no se dio cuenta de esto último hasta el mismo momento
de escapar.

No sabía por qué estaba desnudo, ni recordaba nada posterior al secuestro. Solo recordaba que de pronto había visto la
posibilidad de salir de allí y no dudó en hacerlo a pesar de su desnudez.

¿Qué
podía importar que lo viesen desnudo si podía escapar de sus raptores? Lo que
lamentaba era no disponer de unas buenas zapatillas de deporte.

A los pocos
minutos los pies le dolían horrores, no estaba acostumbrado a caminar descalzo,
y mucho menos a correr.

 Sin saber como,
pronto se encontró en el interior del puerto. Era de noche, aunque la luna
estaba espléndida, lo cual era bueno para saber por donde ir, pero nefasto si
tenía en cuenta que lo perseguían.

No sabía si buscar ayuda o limitarse a
correr y escapar. Pasó por delante de una de las garitas donde se supone que
debiera de haber algún guardia, o quizás no, nunca había estado en el puerto
a esas horas.

El caso es que de un modo u otro no vio a nadie y siguió
corriendo hacia el interior. Pensó en lanzarse al agua e intentar huir, pero
siempre le había tenido miedo al agua.

Sabía nadar, poco, pero lo suficiente
como para no ahogarse, pero el hecho de pensar en lanzarse a las oscuras aguas
del puerto y además en plena noche, lo aterrorizaba.

Le perseguía uno de los
tipos del almacén. Todos eran extranjeros, aunque no tenía claro de que
nacionalidad eran. El que lo perseguía era árabe, o quizás indio, no estaba
seguro.

No sabía cuanto
tiempo llevaba encerrado porque lo drogaron en el mismo momento en que entraron
violentamente en su casa de la calle Colón. Estaba solo en esos momentos, su
mujer había salido a recoger a los dos chicos al colegio.

No entendía por qué
lo habían secuestrado. Tenía una buena posición económica, pero ninguna
fortuna. Tampoco tenía profundas ideas políticas ni era militante de ningún
partido ni ideología. Recordaba como en un sueño, una enorme mano que sostenía
un pañuelo color crema, cubriéndole el rostro.

De pronto la oscuridad. Despertó
ya en aquel extraño local que parecía un antiguo almacén, pero los recuerdos
tampoco eran continuados.

Siempre que se despertaba estaba sobre una especie de
camilla y cuando se daban cuenta de que abría los ojos, lo volvían a drogar.

Algunas veces al
despertar había evitado abrir los ojos y pudo escuchar algunas conversaciones
antes de que lo atontaran de nuevo, pero la mayoría eran ininteligibles.

No
estaba seguro de si era alemán, o quizás ruso. Inglés no, porque aunque no lo
dominaba demasiado, era un idioma que entendía bastante.

Estuvo corriendo sin
rumbo fijo por el interior del puerto, pasó por una especie de parque con
bancos de hormigón, o al menos eso le pareció. Una horrible y tétrica grúa
pareció amenazarlo. El fuerte viento movía sus enormes ganchos produciendo un ruido espeluznante.

Siguió corriendo, una
especie de ballena con alas lo sobresaltó, aunque no era más que una figura en la pared del muelle, tropezó y estuvo a punto de abrirse la cabeza en
el soporte de uno de los pilares metálicos.

Soporte de hormigón con cantos metálicos
que se le antojaron muy peligrosos. Un nuevo tropiezo y cayó sobre una de esas
tapas de alcantarilla, produciendo un sonido metálico.

Tenía todo el cuerpo
dolorido por las heridas, pero se levantó rápidamente. Antes de levantarse
pudo leer –JUNTA OBRA PUERTO 1971-.

La mente humana es muy
extraña, sentía un pánico atroz, lo iban persiguiendo, y en cambio leía algo
escrito en una maldita tapa de registro.

Debía de tratarse de alguna reacción
de la mente intentando buscar información que le permitiese tomar decisiones
para salir del aprieto en que se encontraba.

Quien sabe, al fin y al cabo, el
cuerpo y la mente, no siempre se comportan de una forma coherente y lógica, y
en todo comportamiento se mezclan instintos ancestrales con intentos racionales
de querer entender todo lo que nos rodea.

Oyó un silbido que
pasó muy cerca de su oreja derecha. No era provocado por el viento. Era
distinto, como más rápido, más seco.

Un ruido metálico lo sacó de ese
instante de ensimismamiento, y pronto comprendió que le estaban disparando.

La
bala había pasado muy cerca de él y había impactado en un pilar metálico
cercano. Pronto escuchó un segundo zumbido cerca de él, y apenas unos segundos
después un tercero que acabó con un horrible dolor lacerante en su cabeza.

Sus
manos acudieron automáticamente a la zona dañada, llenándose de sangre, de su
propia sangre. Le habían alcanzado. Dio un traspié y tropezó con algo duro.
Un momento después estaba en el agua.

Podía ver la luna
brillante, cada vez más pequeña mientras se hundía. Las burbujas, mezcladas
con sangre ascendían velozmente, queriendo escapar de aquello, pero él seguía
sin poder reaccionar, aturdido por el disparo.

De
pronto la luz de la luna pareció cobrar una intensidad nada habitual y una
especie de silbido agudo le llenó el cerebro. La luna era cada vez más grande
y brillante, a pesar de que tenía la sensación de seguir hundiéndose.

Una
calma agradable le invadió, nada parecía importarle, se sintió flotar, y una
serie de recuerdos pasaron rápidamente frente a sus ojos.

Vio nacer un niño,
no sabía si era uno de sus hijos, o quizás se tratase de su propio nacimiento,
se vio en la escuela, de niño y de adolescente, aquel maldito franciscano azotándolo
con el cordón de la sotana.

De pronto su mujer, en el interior de la Iglesia…
el entierro de su padre… el nacimiento de su primer hijo… una mano enorme
con un pañuelo color crema…