Estaba fatigado después de tantas batallas,
pero había llegado el momento de realizar el último esfuerzo. Era su deber
enfrentar a los temibles soldados del ejército enemigo, quienes impasibles lo
esperaban desafiantes luciendo sus albos uniformes con la característica
cintilla roja alrededor del cuello.
Lo superaban en número de diez a uno, pero el
guerrero estaba acostumbrado a tales desventajas y eso no le causó ninguna
preocupación.
Con paso firme se dirigió al campo de batalla,
él era el último guerrero y la única esperanza de los suyos. Mentalmente se
preparó para el combate final.
No habría otra oportunidad; era todo o nada y
él lo sabía perfectamente.
Tomó un arma entre sus manos, la limpió
cuidadosamente y luego se irguió con gallardía fijando con determinación su
mirada retadora en el enemigo.
Lentamente dio unos pasos hacia adelante, se
inclinó y rápidamente lanzó su arma apuntando directamente hacia el líder
enemigo.
Observó con ansiedad mientras el proyectil
describía una parábola perfecta y hacía blanco justamente entre el líder y su
lugarteniente más cercano ubicado a la izquierda. El impacto fue brutal, el ejército enemigo se desmoronó y
cayó totalmente diezmado.
El guerrero lanzó un grito de emoción y levantó
sus brazos al cielo en señal de triunfo. Sus compañeros jubilosos saltaron hacia
él y lo felicitaban chocando las palmas de sus manos en todo lo alto.
Todo había concluido, la batalla final había
terminado y el ejército enemigo estaba derrotado.
Se había logrado la anhelada victoria.
El último guerrero había tirado una chuza.
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