En
el enorme salón se perdía la voz iluminada del profesor de filosofía, su sonido
iba subiendo tímidamente con el humo de los cigarrillos.
Darío tenía el cabello cano, los ojos grandes y grises entre paradojas y frases
en latín.
Deambulaba arengando por los bancos estremeciendo a sus alumnas con el aire que
desplazaba a su paso.
Sus horas cátedra al terminar, dejaban en los pasillos viejos fantasmas de
filósofos: algunos arrastrando sus togas con el índice en alto, otros cabizbajos
mirando las baldosas como buscando respuestas ontológicas.
Una noche, las luces de todos los barrios se apagaron, y el antiguo edificio
oscureció.
Fue bajo un cielo como este, cuando las estrellas sufren la nostalgiosa ausencia
de la luna y las sombras agigantan los vacíos.
La
clase estalló en desencanto. Los jóvenes permanecieron impasibles en sus bancos
evitando el sacrilegio..
Una luz comenzaba a filtrarse por los ventanales.
Darío cual Platón en la caverna, rodeado de contornos de apariencias, se aferró
a la palabra en un extraño éxtasis.
-Si hay un sonido que trascienda la redondez de la tierra debe ser un quejido.
Las demás conjeturas, metáforas de este ser lastimero. A veces siento que Dios
hubiera tomado un arma para escribir los versos que nos definen.
-Y
la frivolidad(dijo un muchacho).
-Sí, tal vez la mitad de la humanidad padece la falta de alimentos mientras que
la otra parte se obsesiona con su cuerpo. Tiempos nihilistas, limitados al
tener, despreocupados de la eternidad, de lo perdurable.
-Profesor, no le parece que la grandeza del hombre reside en el querer
(exclamó María).
-Los actos heroicos, el honor, la pasión por encontrar la verdad, por lo bello,
los ideales, el arte, del querer devienen.
-Precisamente, quiero que elaboren un concepto propio del querer.
Pasó el tiempo, uno pequeño. Un aroma a jazmines le hizo adivinar la cercanía de
una mujer. Un roce, ella buscó su mano. El sujetó su cintura besándola.
-María…
-A
tu lado Darío, a tu lado.