Para esa bella mujer que algún día llegará a mi vida

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Es el amor que termina bien. La sonrisa que enfrenta al malhumor metafísico de las existencias absurdas y derrotadas. La caricia certera que atenúa el dolor incomodo de estar vivo entre tanta tumba.

Una que es como un golpe de suerte, la tierra firme del naufrago, la palabra exacta para describir sin pudor la primavera. El asombro del beso que se reinventa.

La desesperación del que no la tiene, del que no sabe el placer de su alma cómplice y entregada, y de los muertos en vida que la han perdido. Es el universo entero que conspira. La lluvia festiva de los enamorados.

El viaje que no termina. El hogar de la carne y el roce de lo integro y lo puro. El horizonte que se amplia a cada paso suyo, con sus sombras y sus cantos. El poema amoroso que de tanto esperar a quien decirlo se silencia incapaz de aprehender tanta belleza, tanta locura.

De desplegar los contornos de sus soles y de sus metatarsos. De decir jacarandá, refugio, faro, cobijo, campo húmedo, estrella del norte, ternura y pensar en ella o en la inminente victoria de su presencia irrepetible, prodigiosa y nítida.

Es la certidumbre donde no la hay, la compañía del solitario impecable que me abruma, la valentía del rebelde en la línea de fuego.

El goce de la noche, el rosa cursi de sus atuendos de niña desprotegida, su casa de muñecas en casa, la mano firme ante la ola, la borrachera natural de quien aprovecha el día, las flores que no se marchitan y las alegrías tercas e instantáneas.

En ella acontece el mar. El verano de las cosas y de mis emociones. Nada puede mi tristeza contra ella. Tampoco mis poemas de pobre. Soy susceptible a sus obras de mujer.

A la idea de envejecer juntos. A sus lágrimas de imperfección y vulnerabilidad. A su ser superior que anuncia la dicha, la sal de la tierra y la verdad. Llega tarde en mi dolor de hombre, pero llega.

Lo hace con fuerza inaudita y bienhechora. A cada latido intenso de su mujerío brota la esperanza y la posibilidad de aventura. Es el riesgo que se asume. El amor sin red de protección. Posee todos los defectos femeninos, pero pocos se le notan.

Defiendo el júbilo de estar con ella. Las barricadas de melancolía por su ausencia. Mi moción de patria cuando ondean sus banderas de alegrías, caprichos y perfumes.

Su tenacidad de hembra, su incontenible dicha por la existencia sin absurdos, la incógnita que resuelve en cuanto a mi destino contradictorio, orgulloso y simple. Vivir es ella.

De ahí mis fuerzas ante la injusticia. De ahí la belleza eterna de su ser que acierta y se equivoca. Su piel que conozco y que hago mía. El poderío de su andar por las calles de esta tierra.

Su nombre que es caricia y la tentación del abismo. La atracción del trapecio y de los campos de plumas. Su corazón elevado, su alcurnia endiosada y femenina.

Nadie, ni siquiera un coro de ángeles, la reina de diamantes o la luna llena, puede tener su bondadoso espíritu, inquieto y firme. 

“Vive en la seducción para que mueras en la fascinación”. 

Por Roger Dupree Remus
Ciudad de Guadalajara, 1960. Narrador, Ensayista, Escritor, Zapatero y Asesor de Político, Imagen Pública, Seguros y Financiero.

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