Eduard Bach fue quien comenzó a descubrir
las propiedades curativas de algunas plantas, para lo cual debió investigar
también como encontrarlas, recolectarlas, y tratarlas.
Su historia comienza un 24 de septiembre
de 1886, cuando llegó al mundo en Mosley, una localidad suburbana situada a
pocos kilómetros de Birmingham, Inglaterra.
Durante su infancia,
Bach comenzó a
preocuparse por ver como podría evitar el sufrimiento de los seres vivos, algo
que pudo canalizar en el momento de decidir la carrera profesional que seguiría:
médico. Fue así como a los 20 años ingresó en la Facultad de Medicina de
Birmingham, de la cual egresó en 1912.
Durante sus prácticas médicas, Bach
constató aquello que venía intuyendo desde sus años tempranos: esto es que, al
tratar un enfermo, es más importante trabajar sobre su personalidad, lo que
incluye sus emociones, su psicología, sus motivaciones, etc., que sobre su
cuerpo. Comprobó, además, que aquellos enfermos que poseían algún tipo de
motivación, mejoraban mucho más rápido.
Con el paso del tiempo, Bach llegó a
transformarse en un médico e investigador muy reconocido, que poseía un gran
número de pacientes y era llamado por varias casas de estudio para dar
conferencias y seminarios. Sin embargo, Eduard sentía en su interior un gran
vacío, ya que no terminaba de creer en la medicina clásica. A causa de esto,
sufrió grandes depresiones y angustias.
En medio de una de esas crisis, tomó una
de las decisiones más importantes de su vida, cerrar su consultorio en la
capital y trasladarse a un pequeño pueblito costero de pescadores.
Su objetivo
era, fundamentalmente, encontrar la paz y la tranquilidad de la vida de campo y
junto al mar, para poder sanar su espíritu y liberarse de las angustias. Sin
embargo, no quería dejar de llevar todos los elementos que le permitieran seguir
con sus investigaciones medicinales, por los que los preparo cuidadosamente en
una caja.
Según se cuenta, al llegar al pueblo y
desempacar sus pertenencias, notó que había incluido por error algo que había
separado para tirar, una gran caja llena de zapatos y botas viejas, en reemplazo
de otra caja, la que contenía todas las herramientas necesarias para montar su
laboratorio.
Sintió mucha bronca al creer que no podría
seguir trabajando con las
medicinas, y para calmarse salió a caminar por un
campo aledaño.
Sin embargo, mientras caminaba, notó que a medida que más aromas
inspiraba, su estado anímico iba modificándose y fue entonces cuando comprendió
que su nuevo laboratorio se encontraba allí mismo, en el lugar en donde había
encontrada el “remedio” para aliviar su bronca.
Fue entonces que empezó a investigar las
propiedades de las flores que allí se encontraban, que a la postre fueron
denominadas Flores de Bach.
Su laboratorio era el campo y él mismo sus propias
pruebas. Al comprobar la energía de las plantas, y todo lo beneficiosas que
resultaban para su persona, comenzó a experimentar también con todos los
campesinos que concurrían a su hogar solicitándole alguna cura.
Al cabo del tiempo, logró identificar un
sistema completo que consta de 38 flores. A las doce primeras las denominó las
“curadoras” y el resto sirvieron como complemento y apoyo de las mismas.
Las flores “curadoras” fueron
identificadas como patrones personales. Cada una de ellas, es como una tipología
de un carácter de la persona que se definiría como base, mientras que el resto
son como ayudantes que se prescriben para situaciones concretas en las que estas
personas se ven involucradas en su vida diaria.
Pero no fue nada sencillo para Bach poder
llegar a estos descubrimientos. Para esto, debió atravesar por todos los estados
emocionales que las propias flores pueden curan o corregir.
Se podría decir
entonces que se convirtió en su propio conejillo de indias, para lo cual debió
experimentar fuertes altibajos anímicos. Sin embargo, estaba convencido de que
esa era la misión de su vida, por lo que a partir de allí dejó de ejercer la
medicina tradicional y dedicó toda su vida a estas investigaciones.
En efecto, una vez que completó sus
investigaciones, comunico todo su trabajo a los colaboradores que lo habían
ayudado en su tarea, y, unas pocas semanas después, más precisamente un 27 de
noviembre de 1936, falleció mientras dormía en su casa de Sotwell, Inglaterra.
Pero casi setenta años más tarde, su
legado aún continua vivo, y sumando cada vez más adeptos a lo largo del mundo
entero, borrando en su camino barreras geográficas y culturales, y desafiando
cada vez más a algunos de los postulados de la medicina tradicional.