Un lobo flaco y hambriento, encontró por casualidad a un perro bien nutrido. Luego de detenerse para cambiar el saludo, preguntó el lobo:
– ¿De donde vienes que estás tan lucido? ¿Qué comes para estar de tan buena apariencia? Yo, que soy más fuerte, me muero de hambre.
– Igual fortuna tendrías que yo -respondió el perro simplemente-, si quisieras prestar a mi amo los mismos servicios que yo le presto.
– ¿Qué servicios son estos? – pregunto el lobo.
– Guardar su puerta y defender de noche su casa contra los ladrones.
– Bien: estoy dispuesto; ahora sufro las lluvias y las nieves en los bosques arrastrando una vida miserable. Cuanto más fácil me sería vivir bajo techado y saciarme tranquilo con abundante comida!
– Pues bien -dijo el perro-, ven conmigo.
Mientras caminaban, vio el lobo el cuello pelado del perro por causa de la cadena.
– Dime, amigo – le dijo- De donde viene eso?
– No es nada.
– Dímelo, sin embargo, te lo suplico.
– Como les parezco demasiado inquieto -repuso el perro- me atan de día para que duerma cuando hay luz y vigile cuando llega la noche. Al caer el crepúsculo ando errante por donde me parece. Me traen el pan sin que yo lo pida; el amo me da los huesos de su propia mesa; los criados me dan los restos y las salsas que ya nadie quiere.
De modo que, sin trabajo, se llena mi barriga.
– Pero si deseas salir y marcharte donde quieras, ¿te lo permiten?
– No, eso no – dijo el perro.
– Pues entonces – contestó el lobo- goza tú de esos bienes, “estimado” perro; porque yo no quisiera ser rey a condición de no ser libre