Parque Nacional Gunung Leuser, Sumatra. Una selva tan cerrada que impide el paso de los rayos solares al lecho de la jungla. Con una extensión de más de 9500 kms2 ocupa prácticamente toda la zona norte de la isla, hasta la región de Banda Aceh, en las costas.
Su nombre se debe al Monte Leuser, de 3381 Metros, que se ubica dentro de sus fronteras. Decidí realizar un trekking de 4 días, recorriendo las claras huellas, bien marcadas por el transito continuo de los caminantes anteriores.
Cuando se llevan tantos meses con la mochila a cuestas a veces estos escapes naturales y a solas se vuelven necesarios para despejar la mente y asimilar todo lo hasta ahora vivido.
El calor en el interior de mi remera asciende a mi rostro, que está bañado de una fina capa de sudor. No importa cuantas veces le pase un pañuelo. No pasarán cinco minutos y habrá regresado a su estado de sopor.
Es verano. Se respira verano, ese aire caliente y húmedo que se hace más denso conforme vas avanzando. El follaje es tan tupido que a veces hay que trepar ramas de formas imposibles para avanzar.
Gigantescos helechos, bananos, musgos, enredaderas, araucarias centenarias, lianas y variedades de verdes, tan altos que llegan al cielo, formando un techo perfecto.
El continuo sonido de los insectos es música. Le encuentro ritmo. Una vibración constante, donde puedo distinguir algunas aves y al menos dos clases de monos que no alcanzo a ver -la poca luz solar no lo permite- pero que oigo.
Estoy rodeada de vida. Vida que para captar tengo que observar detenidamente. Permanecer quieta ayuda. Se mueven las hojas del suelo, y por un instante temo por las serpientes. Son muchas las que habitan acá.
No, es una simple lagartija que asoma su cabeza y decide correr ante mi presencia, zigzagueando su cuerpo. Un barullo en la copa de esta maraña de ramas, y veo pasar fugazmente un mono negro. "Si estuviera en África, podría ser un gorila".
Todo huele a tierra húmeda. Todo es humedad. Las colecciones de agua en el suelo alimentan este ecosistema que gira. Cae la lluvia, el agua se acumula, el calor la evapora, forma la nube, vuelve a caer.
Me detengo un instante a tomar agua y quisiera vaciar la botella, mi cuerpo lo pide a gritos. En mi mapa dice que hay un arroyo más adelante, pero si la acabo y no lo encuentro, me va a ser difícil manejar la temperatura de mi cuerpo.
Cómo quisiera poder echar un poco en el rostro…! pero con el primer sorbo siento que esta agua, ya tibia, es lo mejor que existe en el planeta. Me humecta. Me refresca.
Unos cuantos pasos más, y un aroma nauseabundo lo invade todo. Excitada, me pongo a buscar a mí alrededor, el verde oscuro de la vegetación en esta oportunidad me ayudará a encontrarla.
Es imposible no dar con ella. ¡Se siente tan cerca!… pequeños roedores y algún lagarto de tamaño respetable, aparecen como por arte de magia al ruido de mis pasos y huyen despavoridos.
Mi mano se posa en un tronco, húmedo, gelatinoso. El olor ahora se torna insoportable. Se que me estoy alejando de la huella pero no puedo dejar pasar esta oportunidad y como cosa del destino, al trepar sobre un tronco caído… allí la veo. La Raflesia.
La flor más grande del mundo, con más de 1 metro de diámetro. Su característico olor a putrefacción podría quitarle algo de su encanto, pero no.
Esos tonos anaranjados con lunares pardos, el borde de los pétalos haciendo juego… es como si un diseñador la hubiera pintado. Tan cerca de ella el aroma realmente se torna insoportable, así que decido tomar unas fotos y seguir.
Nuevamente tengo una sanguijuela en mi tobillo. No la siento- te inyectan una "anestesia" antes de comenzar a succionarte la sangre- pero la descubro por la mancha de sangre que sale de mi media.
Al retirar mi bota veo que fue aplastada en alguno de mis pasos. Tengo que retirarla, aún sigue viva. Prendo un cigarrillo y acerco la brasa a su cuerpo, haciendo que se desprenda al instante, dejando ver un diminuto circulo.
En mi mochila llevo algunas cosas, así que tomo un desinfectante en aerosol y le echo a la herida.
Hojas que crujen.
El corazón comienza a latir fuerte, y de tanto intentar "oír" lleno mis conductos de sangre, y no escucho nada. Solo mis latidos.
Tengo todo disperso a mi alrededor, aún no me coloqué la bota y estoy en el centro del hábitat natural del rinoceronte y elefante asiático, y del majestuoso tigre de Bengala.
Muy rara vez fue avistado, y sería una gran oportunidad para mí, pero ante el posible encuentro, así, a solas, se me antojan lindísimos en las jaulas del Zoológico, o al menos sobre el lomo de un elefante, como lo hice hace poco en Nepal.
Un hombre y una mujer vienen caminando detrás. Estoy exhausta. El calor me aturde, respiro profundo descargando tensión. Ellos sonríen y mueven sus labios pero el continuo dialogo de la selva a mi alrededor me hace imposible escucharlos.
Se presentan. Son Ernst y Petra, otros dos mochileros, de unos avanzados treinta años, alemanes. Como yo, decidieron recorrer este ecosistema caluroso y húmedo por unos días.
– Venimos de participar como voluntarios en el Centro de rehabilitación Bohorok.
Bohorok es el centro más grande del continente indonesio para la rehabilitación y preservación de los Orangutanes.
Se dedican a rescatar animales que quedaron huérfanos, abandonados luego de que sus madres fueran cazadas furtivamente o utilizados como mascotas en situaciones a veces macabras, para rehabilitarlos y ofrecerles una vida "al aire libre" en un área delimitada dentro del Parque Nacional con este fin.
El calor, el agotamiento, el peso de mi mochila, las sanguijuelas… todo se disipó. Una energía que no creía seguir teniendo de mi lado brotó en forma de preguntas.
Se había enrolado hacia tiempo desde Alemania y les llego un fax aceptándolos. No, no son biólogos ni veterinarios. Son voluntarios, llevan la comida a las plataformas, dan mamaderas a los infantes, limpian las jaulas. Comparten tiempo con los orangutanes.
Termino de armar nuevamente mis cosas y seguimos caminando juntos, donde pido todos los detalles sobre el tema y me los dan.
El camino hasta el próximo paraje se torna ligero. Mi mente esta en los Hombres Naranjas. (Del malayo, Orang=Hombres, Hutan=Naranja).
Voy gravando mentalmente todos la información que me dan sobre como accedieron a ese privilegiado ecosistema y paralelamente creo un escenario donde soy yo la que lo hizo.
Instantáneamente una escenografía se presenta ante mí, donde discuto con unos militares sobre mi aceptación como voluntaria del programa.
Al llegar a nuestra casa de huéspedes lo primero es deshacernos del peso de las cargas. Cayeron estrepitosamente al piso de tierra, levantando una fina capa de polvo a su alrededor.
Por un breve lapso uno se siente más fresca, menos cansada. Ese abrigo constante de la mochila en la espalda a veces asfixia. Estoy aliviada de haber abandonado el camino.
La casa de huéspedes es sencilla. Un gran techo de juncos sostenidos con cuatro gruesos troncos en sus esquinas, protegen la zona abierta donde hay 3 mesas y algunos dispersos bancos.
Los cuartos están detrás de la única pared de material que se ve. Detrás de ella, separaciones de madera con precarias puertas que cierran solo con pestillos de madera. Cuentan con una cucheta cada uno.
Al final de las barracas, el " Mandi" Una letrina, un lavabo, y un gran reservorio de agua, tan alto que me llega a la cintura. En el centro flota un bowl plástico.
El mandi es muy popular en esta área, donde no existen cañerías. Cumple la función de ducha y "mochila de inodoro".
Esta noche soné con sus relatos. Bebés orangután que se te cuelgan al cuello, robo de los ramos de bananos. Tardes de enseñanza en las jaulas, de sentarse y copiarse uno al otro…
Desperté convencida que iba a ingresar al programa. Mi mentira estaba preparada muy sólida en la mente.
Bukit Lawang no esta lejos. Llego en 3 días, luego que doy con el minibús que me lleva, el camino es fácil.
Bordeando el Río Bohorok se asciende una colina, donde cientos de niños corren a tu alrededor gritándote "Salamat Siang!" (Buenas tardes!) y se te cuelgan, intentando sacarte los bolsos para cargarlos hasta llegar a destino y recibir unas rupias.
Me escoltan todo el camino hasta las oficinas de ingreso. El personal militar me recibe con un perfecto inglés, y la sonrisa característica del indonesio.
Solo puedo imaginar el calor que sentiría si tuviera que llevar una de esas boinas. Un aroma a clavo de olor inunda el recinto proveniente de sus cigarrillos. Los Djarum son los más populares, y se ve su publicidad en todos lados.
Siento nerviosismo, pero no lo dejo ver. "Esta es mi única oportunidad" pienso. Con un total descaro disimulado tras una mirada soñadora me presento como voluntaria confirmada.
La reacción es abrupta, llena de palabras superpuestas y ademanes desconsoladores. Pero no estoy aquí para perder. Lo voy a apostar todo. "¿Como es posible que ellos no hayan recibido ninguna información al respecto?" Acababa de volar medio planeta!
Hace dos años que me habían enviado el fax, que no había podido traer conmigo, por que me habían robado unos documentos en un tren nocturno de la India.
Una discusión, (los indonesios son muy relajados, y sabía que no duraría mientras continuara dándoles la razón) donde a mis palabras: mezcla de indignación y desilusión, junto a "esa" lágrima derramada justo a tiempo (el arte de ser mujer) me abrieron las puertas de un mundo mudo, pero lleno de sonidos y contacto.
Conocí íntimamente a Sassa, Pesek, Bruno, Minah, Abu, Manicure y Ressi los orangutanes que estaban a mi cargo. No solo limpiaba sus jaulas, llevaba la leche y banana a las plataformas, daba mamaderas.
También jugaba con Sissi a engancharnos en lianas, o con Manicure a tomar agua del río en hojas de banano. No podíamos hablar, pero las palabras sobraban. El contacto, cuando se lograba su atención era suficiente.
Participé por 8 días, trabajando por y para ellos, antes de ser evacuados de emergencia por el sonido de ametralladoras de los guerrilleros de la Banda Aceh que venían avanzando.
Pero esa es otra historia.
Por Angeles Novillo
http://www.angelesnovillo.blogspot.com
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