Hans continuó relatando
en su tan difundida y apasionante obra, que a las pocas semanas de estar en
Tacuaracutiba llegó un barco francés a traficar productos de la tierra
muy apreciados en Europa. Logró abordar la nave en oportunidad de que se
cargaban los abarrote adquiridos y consiguió hablar con el capitán, a quien le
refirió su odisea. La situación no era de tan simple solución, ya que este
hombre no quería hacer algo que no fuera del agrado de Abati Pozanga.
Sin embargo, se preocupó por intentar una solución aceptable: que los indígenas
negociaran un trueque de artículos varios por el alemán; gastos que Hans se
comprometió a pagar una vez llegado a destino. Así fue como el soldado alemán
fue canjeado por diversos objetos que resultaban de mayor utilidad para la
tribu que el extranjero y que eran difíciles de conseguir. Hans Staden
ya no desembarcó de la nave hasta que esta llegó a su destino, el puerto de Normandía.
Ya estaba a solo un paso de su casa.
Apenas
pisó tierra francesa, Hans se arrodilló y besó largamente el suelo normando. Elevó los ojos al cielo y le agradeció a Dios la fortaleza que le dio
para superar su duro trance en el nuevo mundo. En aquella ciudad tuvo
conocimiento de que la nave cuyo capitán francés se había negado a aceptarlo
abordo por miedo, había desaparecido en el océano. Jamás nadie pudo conocer qué
le había sucedido al velero. Lo más probable, se especuló, es que un frente de
tormenta la envió a pique junto toda su tripulación. Hans tomó
conciencia de que aquella negativa de aceptarlo a bordo le había salvado la
vida, y se lo adjudicó a las plegarias que había pronunciado en nombre de Dios
y de Martín Lutero, “su único y amado representante en la tierra”.
Al
llegar a su querida Alemania consideró importante narrar en un libro sus
graves y dolorosas contingencias en el Nuevo Mundo, y muy especialmente sobre
la gracia de Dios. El texto se dividió en dos partes. En la primera refirió
sus tribulaciones desde su primer viaje desde Portugal hasta el momento
de su llegada a Normandía. En la segunda habló en detalle de la aldea Tupanimba,
incluyendo dibujos que no solo la mostraban burdamente como estaba dispuesta la
aldea y las desenfrenadas orgías tribales durante las cuales se practicaba la
antropofagia. En este tomo complementario describía en detalle las actividades
humanas de la población tupí, haciendo hincapié en sus medios de
subsistencia. Incluía nuevamente aspectos del canibalismo (desde el punto de
vista de los rituales religiosos, en particular, y alimentario, en general); la
producción de la mandioca, la elaboración del fuerte “cavi” que
ayudaba a quitar las penurias haciendo vibrar de alegría; las labores de
alfarería con arcilla; la fabricación de sus armas (macanas, lanzas, arcos y
flechas) y otro tipo de manufacturas, sus hábitos políticos, y la estricta
observancia religiosa, cuyos voceros eran los brujos tribales. Escrito en alemán, el libro se tradujo al
portugués, flamenco, francés, latín e inglés. Realmente conmocionó y conmovió
al continente europeo de tal manera que tuvieron que imprimirse varias
ediciones para satisfacer el interés y la curiosidad de la gente por las
mortificaciones de Hans Staden.
Se
impone destacar que Staden mencionaba asiduamente a Dios y a la Iglesia
Reformista, y por extensión a Martín Lutero. A través de sus fervorosas plegarias tuvo
constantemente presente la obra de Lutero y gracia la Gracia de Dios. Por esta
razón los miembros de su congregación entendieron que la profunda fe
protestante de Hans logró darle la fuerza y entereza necesaria para
escapar del infierno al que injustamente había sido llevado. Con visible emoción por este milagro, que
fue considerado realmente como una revelación del Señor a favor de uno de sus
siervos, los luteranos emprendieron una embestida en contra de la Iglesia
Católica Apostólica Romana, en clara decadencia por culpa de los
hombres absolutistas que la dominaban
con mano de hierro. Ya no existía quien pudiera detener esta ofensiva
religiosa, en la que se manifestaba al más que milagroso retorno de Hans
Staden como una acción pura de la nueva fe instituida por Martín
Lutero; una muestra cabal de que podrían lograrse hechos prodigiosos debido
a la grandeza del Señor.
Independientemente del título que señalamos en primera instancia (“Hans
Staden: la historia real de su cautiverio”), existe otro rótulo sobre
el mismo trabajo: “Vera historia y descripción de un país de las salvajes
desnudas feroces gentes devoradoras de hombres situado en el Nuevo Mundo
América”. Me inclino a creer que este segundo enfoque titular fue para
hacer más comercial el trabajo, ya que se destacó “salvajes denudas” y “feroces
devoradoras de hombres”, cuando en realidad no solamente la mujeres eran
caníbales y feroces, sino también los hombres, ancianos y niños. Obviamente
la Iglesia Reformada estuvo en completo desacuerdo con el viraje que
habían tomado los acontecimientos, pero nada se pudo hacer para que se cambiara
la manera de presentar el milagroso retorno. Ni el propio Hans pudo
lograr algo ya que le habían pagado, y muy bien, por su trabajo literario, del
que se editaron distintas versiones, todas con su firma. Se quitaron o
agregaron alguna que otra cosa, pero no se alteró significativamente, el relato
que se mantuvo en la línea que pretendió Staden, aunque un tanto
condimentado, pero no mucho. El
comercio era el comercio, lo que pone de manifiesto que el afán especulativo
por despertar la curiosidad y la voluptuosidad de los hombres no es cosa nueva
ni algo inventado por Hugh Hefner, el creador de “Playboy”,
para incrementar la libido y hacer más rentable su revista para consumados
onanistas.
Uno u otro
título encerraban una verdad a medias. Hans Staden no había sido del
todo honesto al contar “su vero historia” o la “historial
real” de su cautiverio en el pueblo de los Tupinambas. Es
posible que si la gente hubiera sabido lo que no dijo (y que los editores ni
por asomo se imaginaron), su libro no habría tenido – o posiblemente sí, debido a la cantidad de sadistas y
sadomasoquistas que poblaban Europa – la difusión que tuvo. Lo cierto es que
existió un Hans Staden, al que llevaron prisionero al el poblado de los Tupíes,
y otro Hans Staden muy distinto el que salió del continente americano y
regresó a Alemania. Y como la verdad es una moneda escondida, trataré de hacer
ver la otra cara del metálico, de lo que Hans no habló o más bien no
quiso hacer público. Un drama personal que lo siguió hasta el día de su muerte,
en 1579.
Ahora se impone que haga entrar en escena al fraile franciscano, de
origen francés, André Thébet, nacido en Agulema en 1502 y muerto
en París en 1590. Sería redundante aclarar que fue contemporáneo al
artillero alemán Hans Staden quien había pronunciado como seguidor de la
causa del protestantismo. Fray Thébet, quien había desarrollado diversos
cargos eclesiásticos dentro de la Iglesia, fue también un empedernido viajero.
Historiador y cosmógrafo del Rey de Francia, transitó por Europa, África
y Medio Oriente, lo que le posibilitó en 1554 editar un libro que tituló
“Cosmografía del Levante”. El fraile André era
la contraparte de Françoise Ravelais, clérigo secular, filósofo,
escritor y médico, creador de “Gargantúa y Pantagruel”, dos monstruos
salidos de su imaginación, pero que la mayoría de la gente del Siglo XVI
consideraba reales. Ravelais criticó acerbamente los libros de Thévet,
ya que no se tenían ninguna simpatía. Ravelais, en realidad, no quería a
nadie, ni nadie lo quería a él. Sumamente inconstante, ingresó como
franciscano, más tarde pasó a los benedictinos para renunciar tiempo después y
actuar como clérigo secular. Fue médico a edad tardía y ejercía su profesión
sin muchos trastornos. Era combativo y también lo combatían duramente. Eso sí,
lo consideraban un “loco” talentoso. Lo bueno es que Ravelais no criticó
el trabajo de Staden, sino mas bien lo elogió, lo que era poco decir.
A
mediados de 1555, André Thévet viajó a Brasil como capellán de la
expedición que encabezó Nicolás Durand de Villegraignon, oportunidad en
la que a través de extensas charlas mantenidas con exploradores, pilotos
marítimos y pescadores que solían visitar el Golfo de San Lorenzo,
obtuvo valiosa información que le posibilitó volcarla en otro libro al
que le asignó el título de “Les singularitez de la France
antarctique”. Si bien es cierto que muchos de esos informes salieron de
boca de terceros, quienes no pudieron aportar fuente documental alguna, solo su
seriedad y responsabilidad, el tiempo se encargó de confirmar que todos los
datos era absolutamente correctos. Ravelais encontró propia la
oportunidad para darle con un hacha de verdugo, a pesar de que lo escrito por
el fraile era excelente.
Resulta difícil muchas veces poder explicar de qué manera un seudo revisionista puede llegar a obtener
información más o menos precisa,
fundamentalmente sobre sucesos acaecidos hace casi 500 años; información
admisible que pueda modificar y ampliar el trabajo subjetivo de los
historiadores. Los logros, a partir de una presunción o sospecha, pueden ser
los resultados de la lectura de muchos libros, crónicas, artículos, examen de
dibujos, análisis de informaciones (públicas o más o menos reservadas), etc.,
lo que necesariamente implica dedicarle mucho más tiempo del requerido a un
tema. Y cuando la investigación puede
basarse, como dije, en meras teorías, especulaciones o sospechas que germinan
de manera íntima en el escritor, suele
llevar un prolongado lapso para razonarlas, corroborarlas, lo que complica el
resto del trabajo que se está realizando.
Ahí está el ejemplo de que, a pesar de ser epiléptico y adolecer de un
leve retardo mental, Carlos V estaba también aquejado de un
prematuro mal de Alhzeimer (patología desconocida hace 500 años). Este
diagnóstico surgió en el Siglo XXI en virtud de analizar en profundidad los
trabajos de diferentes biógrafos del soberano, quienes fueron dejando tenues rastros que pusieron
en evidencia una notable perdida de su memoria
a temprana edad. Pérdida de memoria a la que no se le encontraba
explicación. Carlos V, Rey de España fue un hombre realmente enfermo,
muy enfermo, pero nadie podía sospechaba que su problema era un mal progresivo
e incurable. Tanto, que cuando eclosionó,
no tuvieron más remedio que “sugerirle” que abdicara.
Por eso enaltezco el sexto sentido
que muchas veces nos acicatea a los periodistas profesionales. Ese sexto
sentido fue el que me hizo sospechar que Hans Staden no había referido
todas las amargas (o dulces) experiencias por las que había atravesado
en su calidad de prisionero VIP de la tribu brasileña Tupinamba. Si
había algo sobre lo cual Hans no divulgó absolutamente nada, lo hizo con
una bien meditada omisión. Pero, ¿de qué se trataba? ¿Cómo saber el secreto que
pudo esconder? ¿Cómo verificar qué fue de su vida después de regresar del
averno?. Hilando muy fino lo que volcó en su libro y su prédica explícita hacia Dios en diversos
pasajes de su extenso relato, como pidiendo permanentemente perdón, algo
demasiado trascendente había dejado en el tintero y que anidaba en lo más
profundo de su espíritu. Y ese algo debió acongojarlo de manera terrible.
Seguramente Staden tuvo
que haberlo hablado con algún miembro de su congregación. Rastrearlo a través de las centurias no solo
era en extremo dificultoso, sino absolutamente imposible. Hans falleció en 1579, a los 54 años, o sea 22
años después de que su libro tuviera difusión, y tanto la obra como él fueron
detractados por científicos, religiosos, catedráticos, intelectuales, etc.,
gente que muy posiblemente jamás había puesto un pie fuera de su patria. Tuvo
mucho cuidado de no hacer ninguna referencia, en la primera edición de su libro
a cosas, diabólicas y bestiales que pudieran no ser de este mundo, para llamar
la atención de la gente que aún creía en dragos y monstruos marinos.
El trabajo de Staden podía ser atacado y descalificado por otro
tipo de cuestiones, especialmente las religiosas (el enfrentamiento entre
Católicos y Protestantes estaba en su apogeo), pero no por haber apelado a su
imaginación para poner en escena cosas que realmente no ocurrieron ni seres
monstruosos que existían en la selva brasileña. Lo cierto es que el alemán mantuvo un perfil más bien bajo a
pesar de la popularidad adquirida por relatar su aventura en el primer libro
que se publicó sobre el Nuevo Mundo.
Durante 1999, en Brasil, se
filmó una película sobre su azarosa aventura. Los libretistas debieron apelar a
todo tipo de documentación – los libros, cartas, artículos, comentarios,
etcétera -que fuera posible cotejar para hacer un bosquejo más o menos creíble
de este auténtico personaje de la vida real.
Fue así que surgió el nombre del fraile André Thébet, en quien
también se habrían interesado otros cineastas
para llevar su vida de cura aventurero a la pantalla, en contraposición
a Staden.
Sin embargo, quienes se encargarían de escribir el
guión contaban con muy poco material bibliográfico. Así que se decidió que alguien comenzara a investigar seriamente
en Francia, lo que iba a ser arduo y costoso. Ínterin, la película sobre el artillero alemán
culminaba su filmación y entraba en las tareas de posproducción. En su estreno
tuvo excelente acogida de la crítica. Hasta ese momento nada concatenaba la vida
del padre Thévet a la del artillero Staden. La película sobre Thévet
no llegó a filmarse nunca y los datos obtenidos en Francia, no relacionados con
él, fueron guardados muy secretamente porque eran de cierta relevancia para la
orden de los franciscanos, que no quedaba muy bien parados.
Cuando murió el franciscano, en 1590, todos sus
efectos personales, especialmente los trabajos escritos de la más variada
índole, quedaron en posesión del Convento donde pasó sus últimos años. El prior
habría dispuestos que se los archivara en el lugar donde se conservaban
documentos inherentes a sus religiosos. Resulta difícil explicar con precisión
la metodología que se aplicó para lograr que los investigadores accedieran a
esos archivos, no solo tan bien atesorados, sino que todo lo allí conservado
revestía el carácter de absolutamente reservado. Se dijo que no se logró
obtener información más amplia que la que ya se conocía del fraile André, a pesar del minucioso análisis que se llevó
a cabo de la documentación.
Antes de
continuar impone aclarar que las
tribulaciones de Hans Staden merecieron un extenso artículo en una
publicación semanal de la Argentina, de carácter educativo, hace más de 40 años.
Alguien muy amigo y compañero del periodista que había redactado ese material,
en conocimiento de que yo estaba trabajando sobre el tema, me llamó y me hizo
notar que había mucha más información, inédita y relevante, sobre Staden. No
sé por qué canales logró saber de los apuntes sobre la documentación
descubierta en el convento francés, que presuntamente ampliaba llamativamente
la vida del artillero y ponía en
evidencia lo que no habría dicho en su libro.
Este colega entendía que no
sería demasiado ético divulgar esos datos de los que él sólo conocía de oídas,
pero muchas veces la palabra ética no se encuentra en el vocabulario de la
gente de prensa, en tanto y en cuanto no haya difamaciones que dañen la
reputación de personas vivas. Divulgar como un hecho histórico lo que ahora se
conocía, no podía afectar a nadie. Peores latrocinios había cometido la
Santa Inquisición en gran parte del mundo, amparada por Papas que
integraron una mafia eclesiástica. Por lo tanto no me siento impedido, ni moral
ni religiosamente, en dar a conocer detalles que jamás debieron salir a la luz,
por cuanto fueron parte de un Acto Sacramental. Al fraile Thévet le
asistiría algo de responsabilidad por haber dejado apuntes que nunca debió
realizar. Solo me referiré de oídas a hechos posiblemente ocurridos,
reservándome el derecho – como periodista –
de no entrar en detalles sobre mis fuentes de información, por razones
de absoluta privacidad, y porque la existencia de indiscreción y permisividad
podrían afectar seriamente a una orden religiosa.
Según he
sabido, los manuscritos estaban en excelente estado de conservación, aunque se
había puesto una escrupulosa condición que no se pudo soslayar: solo podría
copiarse lo que resultara de interés, pero bajo ningún punto de vista tomar
fotografías. Las cámaras digitales no ingresaron al recinto utilizado como
archivo, de imponentes dimensiones y muy conservado. Por lo que al lugar solo
se permitió el acceso de los escritores llevando de papel y lápiz.
Tengo
entendido que los enviados a Francia se habrían conducido con el mayor decoro en la manipulación de
toda la documentación, teniendo muchísimo cuidado al operarlos. Se pretendía
evitar deterioros y a la vez guardar
respeto y cierto recogimiento por lo que se consideraba Sagrado. Estaban
redactados en francés antiguo (lengua de oil) que se hablaba al
norte del Loira, y también en latín. Un
experto en esta lengua muerta tuvo mucho trabajo para leer
el material, copiar lo que a su juicio pudiera resultar de interés,
traduciéndolo al portugués. Igual le aconteció al traductor del francés
antiguo. Fue así que a los cinco días de duro trabajo, con escasa iluminación y
una reducida ventilación, uno de los eruditos en latín se encontró con un
escrito que resultó ser la trascripción de un Acto de Sacramental de
Penitencia (Confesión), en cuyo margen superior izquierdo se podían leer
cuatro iniciales: AMDG. La Confesión se habría llevado a cabo en el mes
de octubre de 1572 (se dedujo que esa fecha pertenecía al calendario juliano
que estuvo vigente hasta 1582 cuando fue reformado por Gregorio XIII).
El confesor fue el padre André Thébet mientras que el penitente – ¡vaya
sorpresa! – había sido Hans Staden.
Aquí surgió el primer interrogante que jamás, solo
teorizando, se podrá responder. Si Hans pertenecía por entonces a la
Iglesia Protestante, ¿cómo es que recurrió a un sacerdote católico para buscar
la redención de sus pecados? Se sabe que antes del cisma religioso que produjo Martín
Lutero en el seno de la Iglesia Católica, Staden fue un feligrés que
había recibido los Sacramentos del Bautismo, y la Confirmación y obviamente asiduo concurrentes a las misas
dominicales para que le redimieran sus pecados y comulgar. Por lo tanto no
había perdido el derecho a la Penitencia. No renegó a los principio Luteranos,
sino que, supuestamente por un sentido de ¿vergüenza?, recurrió al fraile
Thébet de quien oyó que había estado en Brasil, con posterioridad a él, y
escrito un libro. En definitiva, no había cambiado nuevamente de
congregación religiosa, sino el estilo de honrar y respetar los mandatos
Divinos. Por ello se habría trasladado a Francia para entrevistarse con fraile
para expiar lo que él consideraba pecados. Ninguna otra persona lograría
realmente entenderlo.
No existen
antecedentes de que alguna vez se hayan
realizado escritos sobre revelaciones
hechas en confesión, toda vez que descargar culpas solo tenía trascendencia
para el penitente. Volcar por escrito lo revelado por un alma era injustificable
para cualquier confesor, toda vez que por alguna circunstancia – como aquella,
aunque cientos de años más tarde – un tercero podía tomar conocimiento y hacer
público algo que debía ser absolutamente secreto. Lo cierto es que el cura
habría cometido un grosero desliz: no solo pecó de indiscreto, sino que
transgredió estrictas normas canónigas. ¡Vaya uno a saber por qué lo hizo! Lo
cierto es que aquella nota sacramental
culminaba con la absolución del pecador. Pero veamos que habría dicho Staden.
El
manuscrito del sacerdote franciscano comenzaba con la consabida fórmula
introductoria del confesor hacia el penitente. Muchos de los vocablos habrían
sido incomprensibles, por lo que algunas frases quedaban incompletas, aunque
podía deducirse de forma poco segura el significado. Omitiré algunas presuntas
declaraciones de Hans por
considerarlas poco relevantes a los fines perseguidos. Lo que sí se impone
poner en evidencia – con el debido respeto a las normativas católicas que se
habrían violentado, y el consabido pedido de perdón al fraile Thébet y a
Staden – que el ex artillero alemán buscaba poner paz su conciencia por
sucesos que consideraba pecados mortales e indignos de un cristiano.
Habría confesado Hans que en aquella primera comida de
canibalismo a la que asistió en compañía de las dos mujeres que lo servían, no
sintió toda la aversión que relató en su libro, sino que sintió más bien
curiosidad. Que si en un primer momento tuvo cierto escozor, posiblemente el
haber ingerido tanto “cavi” y ver con qué avidez comían todos,
especialmente las dos indígenas que lo acompañaban, el festín comenzó a
resultarle natural. Pese a todo, no intentó probar el sabor de la carne humana,
aunque sí comió mandioca hasta el hartazgo.
Cuando los tres regresaron a su choza y las jóvenes
lo abrazaron para brindarle algo más que afecto pese a la ebriedad, buscó con
desesperación en sus bocas el deleite de lo que habían ingerido. En un primer
momento le echó la culpa a la bebida, aunque luego comprendió que no fue así;
que necesitaba conocer el gustillo de aquella… carne. No lograba comprender
qué le estaba pasando, por lo que se sentía temeroso.
Confesó Staden al fraile que festines como aquel eran por demás
frecuente, y que las mujeres – incluyendo las dos jóvenes que vivían con él –
eran las encargadas de preparar el alimento principal. Que tuvo oportunidad de
ver cómo, después de garrotear a los prisioneros seleccionados para la cena,
les sacaban las vísceras de los cuerpos y les introducían por el recto palos
ardientes para proceder a una mejor limpieza. Que rezaba mucho por aquellos
individuos y por sí mismo, porque le parecía sentir satisfacción ver el trabajo
que realizaban las mujeres. Señaló a su confesor que cuando comenzó a degustar
la carne humana, ya sea asada o guisada en una enorme olla de terracota, lo
invadía un enorme sensación de delectación y ansiedad. Y que a escondidas
rezaba y lloraba, porque le parecía que a medida que pasaba el tiempo más placer
ocupaba su espíritu.
Quería volver a Europa antes de que decidiera no regresar más a Alemania
y quedarse entre los caníbales para siempre. En su tierra no tenía a nadie,
mientras que en el Nuevo Mundo lo tenía todo. Cuando lo regalaron a otra tribu
y tuvo que dejar a las dos mujeres que convivían con él, supo que una de ellas
estaba preñada; que iba a tener un hijo suyo. Y sintió una inmensa alegría,
pero también una desgarradora pena. Trató que ambas jóvenes lo acompañaran, pero no logró la autorización del
cacique. Ya jamás las volvería a ver.
A su regreso a Europa, y después de volcar todas sus vicisitudes en un
libro ocultando aquello que a la vista de todos lo hubiera convertido en un
monstruo, trató de adaptarse nuevamente a la vida normal. Pero lo perseguían
las imágenes de todo lo que había dejado definitivamente atrás, especialmente a
sus mujeres, al hijo que nunca conocería, y a los rituales en los que la carne
humana era lo primordial. Mientras estaba con gente lograba rehuir su
pensamiento del poblado Tupinamba y su empalizada ornada con cráneos
humanos. Pero en soledad, se angustiaba porque sentía la necesidad de volver
allá, y se embriagaba hasta perder la conciencia. Necesitaba hablar con alguien
que realmente lo comprendiera y ayudara, pero no sabía a quién recurrir. Trató
se hacerlo con la gente de su congregación, pero la seriedad y adustez con qué
lo trataban lo inhibían a tal extremo de no poder pronunciar palabra.
Por último, consideró importante ver al fraile André Thévet, en
algún convento franciscano de Francia, cosa que por fin logró con no pocos
esfuerzos. Solo una persona con su experiencia teológica y humana podría
comprender su situación espiritual y brindarle la paz que tanto anhelaba.
El Acta Sacramental concluye, palabras
más, palabras menos, con la lógica absolución de Hans Staden. Existiría
también un breve comentario del fraile Thévet (“Ya conozco y percibí
cuáles son las cosas contrarias a las que te has arrepentido al confesármelas.
Yo te absuelvo. Paster noster, Ave María, Gloria Patria, Angeli Dei”, y
una sentencia bíblica: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de
ellos es el Reino de los Cielos”.
Para concluir este capítulo, solo resta decir Amén.