Para tal fin y vil engaño, sufre, entonces, de un súbito ataque de amnesia que la hace olvidar por completo, que el embarazo, ese dulce estado, es igual a atrincherarse en el baño, o en su defecto desalojar a nuestro marido, dos por tres con los pantalones a media asta.
Que debimos renunciar, dignamente, por nuestro vástago, a nuestros manjares predilectos, porque seguramente es a lo que primero le vamos a sentir asco durante los próximos nueve meses.
Que vomitamos hasta el aire que respiramos. Que el último trimestre estamos tratando de no soltar el alarido: de “que me lo saquen de una vez”.
Porque ya no sé cómo pararme, sentarme y menos aún acostarme. Desalojarlo al dorima también de la cama de dos plazas porque ya ni con tres nos alcanzaría.
Que no hay posición cómoda para dormir y olvídalo para el Kamasutra. Porque la ley de gravedad se asocia con mi panza y las dos me hacen la vida imposible.
Que cada patada del engendro simula un partido de fútbol en el estómago. Que el arco debe ser el útero y la pelota los ovarios en tiros libres o de penal.
Que al llegar al momento crucial del nacimiento nos atiborran de preguntas hasta de nuestra abuelita. Que después nos amarran, por si nos arrepentimos de parirlo.
Nos estaquean de pies y manos. Que primero nos piden amablemente que pujemos y después nos ordenan, como milicos, cuando perdieron la paciencia con la madre primeriza, y es una orden: puje. Aunque se parta en dos, usted ya no importa, importa el bebé.
Si el primero salió tranquilo, una ya se olvidó, que el dolor del parto, es igual a que nos arrancaran con una pinza de mecánico las entrañas una por una, sin anestesia, sin prisa pero sin pausa.
Que una vez desalojado el alien del vientre nos cosen como un matambre listo para cocinarse; esto es, estamos en el horno.
Que cada vez que subimos una escalera, cada punto en nuestra anatomía nos recuerda que hemos asistido a un parto natural y encima no siendo la primera estrella.
Una vez nacido, el ser en cuestión, sangre de nuestra sangre, y que hemos contabilizado los dedos para asegurarnos que está completo, desde el primer momento, si no llora, sufrimos porque pobrecita, puede ser que haya nacido muda, y si llora, Dios nos guarde los tímpanos, reconoceremos sus pulmones.
La amnesia es de tal grado que ya no registramos, que por más tranquilo que haya sido el espécimen, igual, una no tuvo tiempo ni para ir al baño, porque si está dormido, una verifica cada dos por tres segundos que respire.
Hace guardia y está siempre lista para espantarle las pesadillas y al infortunado mosquito que osó merodear la zona de la cuna o moisés, etc.
El restodel tiempo que, el que usa pañal no duerme, procederá a una demanda perpetua. Léase, hambre, o desechos de comida, con un olor digno del Riachuelo.
Lo cual implicará que durante el trámite de cambiarlo una no será dueña de probar ningún bocado porque le sabrá al mismo olor, impregnado por todos los ambientes, que se le resiste al mejor desodorante ambiental que pueda existir en plaza.
El perfume importado servirá para disimular el olor permanente a leche cuajada que nos acompaña, como segunda piel, por los próximos dos años, al menos.
Así es el primer paso de cómo nos convertimos en esclavas de una cosa que nos soborna antes mismo de decir ajó.
El marido, pareja, amante o concubino, no ve a la mujer que conoció sino a una vaca lechera tratando de no perder ni la lozanía de sus pechos, ni estar perdiendo leche por doquier.
Hay que disimular al marrano en cuestión colgando de ella cada tres horas. Porque, obviamente cada tres horas por reloj puntualmente come y acto seguido defeca.
Por lo tanto es el primer culpable de arruinar cualquier velada o pretexto para estar a solas con el que alguna vez fue el centro del universo y ahora ha sido altamente desplazado por un ser al que todavía no le sale ni un hola.
Y está preocupado únicamente por comer, defecar y dormir. Uno cree que dicho párvulo va a ser un socio vitalicio de las tetas.
De la fábrica de pañales, de la mamadera porque nuestra leche no alcanza por más vacas lecheras que uno aparente ser.
Y cuando terminó con ese penoso camino y empieza una normalidad de tres, cuando antes eran dos, y estamos en la etapa de que el engendro camina más de dos pasos sin aterrizar la cola en el suelo, y la penosa y trabajosa tarea de que no se suicide.
Y enseñarle a hablar como un ser humano y no un tarzán en potencia, una mira a la lontananza, con una mirada de ternero degollado y empieza a delirar… y… si tenemos otro…
No, digo, la parejita…si la primera fue nena, vayamos por el varón y viceversa, sino. Entonces, vuelta a empezar, el Evatest, al derecho al revés, ¿cuántas rayitas eran?
El futuro hermano en acción entra en un estado esquizofrénico, y en una etapa peligrosamente destructiva y los primeros enemigos son sus padres que tenía totalmente a su merced, porque osaron embarazarse.
Ante la panza alimenta deseos hostiles y pergeña cómo deshacerse de ese bollo de tripas aún por formarse que automáticamente será su peor enemigo cuando salga.
Y su más acérrima competencia. Recluta todos sus instintos asesinos. Y jura ni conmoverse apenas lo vea.
Empieza a alimentar un sentimiento amor-odio que automáticamente se desvanece, cuando alguien le susurra al oído, te presento a tu hermanito, se parece a vos.
Se derrite al instante y a nadie se le ocurra tocar a su hermano, porque se ha convertido en su propiedad, y él es, entonces, el primer síntoma que confirma la sospecha, ¡de nuevo embarazados!!! Y suicidamente reincidentes.
Se va la segunda…, o peor aún, la tercera, chan, chan.
Por Mónica Beatriz Gervasoni
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