En el imperio romano la estética constituyó
una auténtica obsesión. Hombres
y mujeres atesoraban fórmulas de cosméticos,
se maquillaban, peinaban y depilaban por igual.
Baños y masajes, vestidos y peinados
o el cuidado del cuerpo no eran exclusivo del
sexo femenino, sino que todos los romanos querían
embellecerse y cuidarse.
Pero, contrariamente a Grecia, no existía
un único ideal de belleza, ya que las
sucesivas conquistas del Imperio romano recogieron
influencias dispares de los pueblos dominados.
Un ejemplo de ello lo constituye la “locura”
de las romanas por ser rubias. Sucedió
a la vuelta de la conquista por Julio César
de los territorios germánicos. Las esclavas
que con él trajo sorprendieron por el
color de su cabello y de su cutis. Con gran
velocidad circularon por Roma fórmulas
y ungüentos para cambiar el color, generalmente
moreno, de la piel y el cabello de las romanas.
En Egipto y en Grecia se inició la costumbre
de tener esclavas dedicadas exclusivamente al
cultivo de la belleza de sus amas. Esta costumbre
se acentuó en la época romana
y las esclavas se especializaron en temas concretos:
baños, maquillaje, tocados, etc. Sobresalen
las romanas por el especial cuidado que dedicaban
a los tocados. Sofisticados y barrocos hasta
lo increíble, se hacían con materiales
considerados preciosos. Perlas, telas, flores,
mallas bordadas, eran manipuladas hasta conseguir
el tocado más refinado.
La popularización del baño, llegó
al extremo de edificar, en Roma, los conocidos
baños de Caracalla, con capacidad para
mil seiscientos bañistas, o los aún
mayores baños termales de Diocleciano
que podían acoger simultáneamente
a tres mil bañistas. Sólo en el
siglo IV había en Roma novecientos establecimientos
de baños termales.
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