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A continuación
citaré un fragmento de la obra de Aldous
Huxley, Un Mundo Feliz, en un intento de aclarar
porque es fundamental la creencia en Dios en
nuestros tiempos.
- No se pueden crear tragedias sin inestabilidad
social. Actualmente el mundo es estable. La
gente es feliz; tiene lo que desea, y nunca
desea lo que no puede obtener. Está a
gusto; está a salvo; nunca está
enferma; no teme la muerte; ignora la pasión
y la vejez; no hay padres ni madres que estorben;
no hay esposas, ni hijos, ni amores excesivamente
fuertes. Nuestros hombres están condicionados
de modo que apenas pueden obrar de otro modo
que como deben obrar. Y si algo marcha mal,
siempre queda el soma. El soma que usted arroja
por la ventana en nombre de la libertad, Mr.
Salvaje. ¡La libertad! Éste es
el precio que debemos pagar por la estabilidad.
Hay que elegir entre la felicidad y lo que la
gente llamaba arte puro. Nosotros hemos sacrificado
el arte puro. Y en su lugar hemos puesto el
sensorama y el órgano de perfumes.
- A mí todo esto me parece horrendo.
- Claro que lo es. La felicidad real siempre
aparece escuálida por comparación
con las compensaciones que ofrece la desdicha.
Y, naturalmente, la estabilidad no es, ni con
mucho, tan espectacular como la inestabilidad.
Y estar satisfecho de todo no posee el hechizo
de una buena lucha contra la desventura, ni
el pintoresquismo del combate contra la tentación
o contra una pasión fatal o una duda.
La felicidad nunca tiene grandeza. Además,
debemos pensar en nuestra estabilidad. No deseamos
cambios. Todo cambio constituye una amenaza
para la estabilidad. Ésta es otra razón
por la cual somos tan remisos en aplicar nuevos
inventos. Todo descubrimiento de las ciencias
puras es potencialmente subversivo; incluso
hasta a la ciencia debemos tratar a veces como
un enemigo. Sí, hasta a la ciencia. Antes
creían que se podía permitir que
siguiera desarrollándose indefinidamente,
sin tener en cuenta nada más. El conocimiento
era el bien supremo, la verdad, el máximo
valor; todo lo demás era secundario y
subordinado. Cierto que las ideas ya empezaban
a cambiar aun entonces. Nuestro Ford mismo hizo
mucho por trasladar el énfasis de la
verdad y la belleza a la comodidad y la felicidad.
La producción en masa exigía este
cambio fundamental de ideas. La felicidad universal
mantiene en marcha constante las ruedas, los
engranajes; la verdad y la belleza, no. Y, desde
luego, siempre que las masas alcanzaban el poder
político, lo que importaba era más
la felicidad que la verdad y la belleza. A pesar
de todo, todavía se permitía la
investigación científica sin restricciones.
Pero, ¿De qué sirven la verdad,
la belleza o el conocimiento cuando las bombas
de ántrax llueven del cielo? A la sazón,
la gente ya estaba dispuesta hasta a que pusieran
coto y regularan sus apetitos. Cualquier cosa
con tal de tener paz. Y desde entonces no ha
cesado el control. La verdad ha salido perjudicada,
desde luego. Pero no la felicidad. Las cosas
hay que pagarlas. La felicidad tenía
su precio. Y usted tendrá que pagarlo,
Mr. Watson; tendrá que pagar porque le
interesaba demasiado la belleza. A mí
me interesaba demasiado la verdad; y tuve que
pagar también.
- Arte, ciencia... Creo que han pagado ustedes
un precio muy elevado por su felicidad - dijo
el Salvaje, cuando quedaron a solas -. ¿Algo
más, acaso?
- Pues... la religión, desde luego -
contestó el Interventor – (La Sagrada
Biblia, Las Variedades de la experiencia Religiosa,
de William James.)
- Pero si usted conoce a Dios, ¿por qué
no se lo dice a los demás? - preguntó
el Salvaje, indignado -. ¿Por qué
no les da a leer estos libros que tratan de
Dios?
- Por la misma razón por la que no les
dejo leer Otelo: son antiguos; tratan del Dios
de hace cientos de años. No del Dios
de ahora.
- Pero Dios no cambia.
- Los hombres, sí.
- Y ello, ¿produce alguna diferencia?
- Una diferencia fundamental - dijo Mustafá
Mond. Volvió a levantarse y se acercó
al arca -. Existió un hombre que se llamaba
cardenal Newman - dijo -. Un cardenal. Y puesto
que me viene a mano, sacaré también
este otro. Es de un hombre que se llamó
Maine de Biran. Fue un filósofo. Después,
leeré una de las cosas en que este filósofo
soñó. De momento, escuche lo que
decía ese antiguo cardenal. No somos
más nuestros de lo que es nuestro lo
que poseemos. No nos hicimos a nosotros mismos,
no podemos ser superiores de nosotros mismos.
No somos nuestros propios dueños. Somos
propiedad de Dios. ¿No consiste nuestra
felicidad en ver así las cosas? ¿Existe
alguna felicidad o algún consuelo en
creer que somos nuestros? Es posible que los
jóvenes y los prósperos piensen
así. Es posible que éstos piensen
que es una gran cosa hacerlo según su
voluntad, como ellos suponen, no depender de
nadie, no tener que pensar en nada invisible,
ahorrarse el fastidio de tener que reconocer
continuamente, de tener que rezar continuamente,
de tener que referir continuamente todo lo que
hacen a la voluntad de otro. Pero a medida que
pase el tiempo, éstos, como todos los
hombres, descubrirán que la independencia
no fue hecha para el hombre, que es un estado
antinatural, que puede sostenerse por un momento,
pero no puede llevarnos a salvo hasta el fin...
- Mustafá Mond hizo una pausa, dejó
el primer libro y, cogiendo el otro, volvió
unas páginas del mismo -. Vea esto, por
ejemplo - dijo; y con su voz profunda empezó
a leer de nuevo -. Un hombre envejece; siente
en sí mismo esa sensación radical
de debilidad, de fatiga, de malestar, que acompaña
a la edad avanzada; y, sintiendo esto, imagina
que, simplemente, está enfermo, engaña
sus temores con la idea de que su desagradable
estado obedece a alguna causa particular, de
la cual, como de una enfermedad, espera rehacerse.
¡Vaya imaginaciones! Esta enfermedad es
la vejez; y es una enfermedad terrible. Dicen
que el temor a la muerte y a lo que sigue a
la muerte es lo que induce a los hombres a entregarse
a la religión cuando envejecen. Pero
mi propia experiencia me ha convencido de que,
aparte tales terrores e imaginaciones, el sentimiento
religioso tiende a desarrollarse a medida que
la imaginación y los sentidos se excitan
menos y son menos excitables, nuestra razón
halla menos obstáculos en su labor, se
ve menos ofuscada por las lágrimas; los
deseos y las distracciones en que solía
absorberse; por lo cual Dios emerge como desde
detrás de una nube; nuestra alma siente,
ve, se vuelve hacia el manantial de toda luz;
se vuelve, natural e inevitablemente, hacia
ella; porque ahora que todo lo que daba al mundo
de las sensaciones su vida y su encanto ha empezado
a alejarse de nosotros, ahora que la existencia
fenoménica ha dejado de apoyarse en impresiones
interiores o exteriores, sentimos la necesidad
de apoyarnos en algo permanente, en algo que
nunca pueda fallarnos, en una realidad, en una
verdad absoluta e imperecedera. Sí, inevitablemente
nos volvemos hacia Dios; porque este sentimiento
religioso es por naturaleza tan puro, tan delicioso
para el alma que lo experimenta, que nos compensa
de todas las demás pérdidas. -
Mustafá Mond cerró el libro y
se arrellanó en su asiento -. Una de
tantas cosas del cielo y de la tierra en las
que esos filósofos no soñaron
fue esto - e hizo un amplio ademán con
la mano -: nosotros, el mundo moderno. Sólo
podéis ser independientes de Dios mientras
conservéis la juventud y la prosperidad;
la independencia no os llevará a salvo
hasta el final. Bien, el caso es que actualmente
podemos conservar y conservarnos la juventud
y la prosperidad hasta el final. ¿Qué
se sigue de ello? Evidentemente, que podemos
ser independientes de Dios. El sentimiento religioso
nos compensa de todas las demás pérdidas.
Pero es que nosotros no sufrimos pérdida
alguna que debamos compensar; por tanto, el
sentimiento religioso resulta superfluo. ¿Por
qué deberíamos correr en busca
de un sucedáneo para los deseos juveniles,
si los deseos juveniles nunca cejan? ¿Para
qué un sucedáneo para las diversiones,
si seguimos gozando de las viejas tonterías
hasta el último momento? ¿Qué
necesidad tenemos de reposo cuando nuestras
mentes y nuestros cuerpos siguen deleitándose
en la actividad? ¿Qué consuelo
necesitamos, puesto que tenemos soma? ¿Para
qué buscar algo inamovible, si ya tenemos
el orden social?
- Entonces, ¿usted cree que Dios no existe?
- preguntó el Salvaje.
- No, yo creo que probablemente existe un dios.
- Entonces, ¿por qué...?
Mustafá Mond le interrumpió.
- Pero un Dios que se manifiesta de manera diferente
a hombres diferentes. En los tiempos premodernos
se manifestó como el ser descrito en
estos libros. Actualmente...
- ¿Cómo se manifiesta actualmente?
- preguntó el Salvaje.
- Bueno, se manifiesta como una ausencia; como
si no existiera en absoluto.
- Esto es culpa de ustedes.
- Llámelo culpa de la civilización.
Dios no es compatible con el maquinismo, la
medicina científica y la felicidad universal.
Es preciso elegir. Nuestra civilización
ha elegido el maquinismo, la medicina y la felicidad.
Por esto tengo que guardar estos libros encerrados
en el arca de seguridad. Resultan indecentes.
La gente quedaría asqueada si...
El Salvaje le interrumpió.
- Pero, ¿no es natural sentir que hay
un Dios?
- Pero la gente ahora nunca está sola
- dijo Mustafá Mond -. La inducimos a
odiar la soledad; disponemos sus vidas de modo
que casi les es imposible estar solos alguna
vez.
- ¿Recuerda aquel fragmento de El Rey
Lear? - dijo el Salvaje -: Los dioses son justos,
y convierten nuestros vicios de placer en instrumentos
con que castigarnos; el lugar abyecto y sombrío
donde te concibió le costó los
ojos, y Edmundo contesta, recuérdelo,
cuando está herido, agonizante: Has dicho
la verdad; es cierto. La rueda ha dado la vuelta
entera; aquí estoy. ¿Qué
me dice de esto? ¿No parece que exista
un Dios que dispone las cosas, que castiga,
que premia?
- ¿Sí? - preguntó el Interventor
a su vez -. Puede usted permitirse todos los
pecados agradables que quiera con una neutra
sin correr el riesgo de que le saque los ojos
la amante de su hija. La rueda ha dado una vuelta
entera; aquí estoy. Pero, ¿dónde
estaría Edmundo actualmente? Estaría
sentado en una butaca neumática, ciñendo
con un brazo la cintura de una chica, mascando
un chicle de hormonas sexuales y contemplando
el sensorama. Los dioses son justos. Sin duda.
Pero su código legal es dictado, en última
instancia, por las personas que organizan la
sociedad. La Providencia recibe órdenes
de los hombres.
- ¿Está seguro de ello? - preguntó
el Salvaje -. ¿Está completamente
seguro de que Edmundo, en su butaca neumática,
no ha sido castigado tan duramente como el herido
que se desangra hasta morir? Los dioses son
justos. ¿Acaso no han empleado estos
vicios de placer como instrumento para degradarle?
- ¿Degradarle de qué posición?
En su calidad de ciudadano feliz, trabajador
y consumidor de bienes, es perfecto. Desde luego,
si usted elige como punto de referencia otro
distinto del nuestro, tal vez pueda decir que
ha sido degradado. Pero debe usted seguir fiel
a un mismo juego de postulados.
- Pero el valor no reside en la voluntad particular
- dijo el Salvaje -. Conservar su estima y su
dignidad en cuanto que es tan precioso en sí
mismo como a los ojos del tasador.
- Vamos, vamos - protestó Mustafá
Mond -. ¿No le parece que esto es ya
ir demasiado lejos? - Si ustedes se permitieran
pensar en Dios, no se permitirían a sí
mismo dejarse degradar por los vicios agradables.
Tendrían una razón para soportar
las cosas con paciencia, y para realizar muchas
cosas valor. He podido verlo así en los
indios.
- No lo dudo - dijo Mustafá Mond -. Pero
nosotros no somos indios. Un hombre civilizado
no tiene ninguna necesidad de soportar nada
que sea seriamente desagradable. En cuanto a
realizar cosas, Ford no quiere que tal idea
penetre en la mente del hombre civilizado. Si
los hombres empezaran a obrar por su cuenta,
todo el orden social sería trastornado.
- ¿Y en qué queda, entonces, la
autonegación? Si ustedes tuvieran un
Dios, tendrían una razón para
la autonegación.
- Pero la civilización industrial sólo
es posible cuando no existe autonegación.
Es precisa la autosatisfacción hasta
los límites impuestos por la higiene
y la economía. De otro modo las ruedas
dejarían de girar.
- ¡Tendrían ustedes una razón
para la castidad! - dijo el Salvaje.
- Pero la castidad entraña la pasión,
la castidad entraña la neurastenia. Y
la pasión y la neurastenia entrañan
la inestabilidad. Y la inestabilidad, a su vez,
el fin de la civilización. Una civilización
no puede ser duradera sin gran cantidad de vicios
agradables.
- Pero Dios es la razón que justifica
todo lo que es noble, bello y heroico. Si ustedes
tuvieran un Dios...
- Mi joven y querido amigo - dijo Mustafá
Mond -, la civilización no tiene ninguna
necesidad de nobleza ni de heroísmo.
Ambas cosas son síntomas de ineficacia
política. En una sociedad debidamente
organizada como la nuestra, nadie tiene la menor
oportunidad de comportarse noble y heroicamente.
Las condiciones deben hacerse del todo inestables
antes de que surja tal oportunidad. Donde hay
guerras, donde hay una dualidad de lealtades,
donde hay tentaciones que resistir, objetos
de amor por los cuales luchar o que defender,
allá, es evidente, la nobleza y el heroísmo
tienen algún sentido. Pero actualmente
no hay guerras. Se toman todas las precauciones
posibles para evitar que cualquiera pueda amar
demasiado a otra persona.
»No existe la posibilidad de elegir entre
dos lealtades o fidelidades; todos están
condicionados de modo que no pueden hacer otra
cosa más que lo que deben hacer. Y lo
que uno debe hacer resulta tan agradable, se
permite el libre juego de tantos impulsos naturales,
que realmente no existen tentaciones que uno
deba resistir. Y si alguna vez, por algún
desafortunado azar, ocurriera algo desagradable,
bueno, siempre hay el soma, que puede ofrecernos
unas vacaciones de la realidad. Y siempre hay
el soma para calmar nuestra ira, para reconciliarnos
con nuestros enemigos, para hacernos pacientes
y sufridos. En el pasado, tales cosas sólo
podían conseguirse haciendo un gran esfuerzo
y al cabo de muchos años de duro entrenamiento
moral. Ahora, usted se zampa dos o tres tabletas
de medio gramo, y listo. Actualmente, cualquiera
puede ser virtuoso. Uno puede llevar al menos
la mitad de su moralidad en el bolsillo, dentro
de un frasco. El cristianismo sin lágrimas:
esto es el soma.
- Pero las lágrimas son necesarias. ¿No
recuerda lo que dice Otelo? Si después
de cada tormenta vienen tales calmas, ojalá
los vientos soplen hasta despertar a la muerte.
Hay una historia, que uno de los ancianos indios
solía contarnos, acerca de la Doncella
de Mátsaki. Los jóvenes que aspiraban
a casarse con ella tenían que pasarse
una mañana cavando en su huerto. Parecía
fácil; pero en aquel huerto había
moscas y mosquitos mágicos. La mayoría
de los jóvenes, simplemente, no podían
resistir las picaduras y el escozor. Pero el
que logró soportar la prueba, se casó
con la muchacha.
- Muy hermoso. Pero en los países civilizados
- dijo el Interventor - se puede conseguir a
las muchachas sin tener que cavar para ellas;
y no hay moscas ni mosquitos que le piquen a
uno. Hace siglos que nos libramos de ellos.
El Salvaje asintió, ceñudo.
- Se libraron de ellos. Sí, muy propio
de ustedes. Librarse de todo lo desagradable
en lugar de aprender a soportarlo. Si es más
noble soportar en el alma las pedradas o las
flechas de la mala fortuna, o bien alzarse en
armas contra un piélago de pesares y
acabar con ellos enfrentándose a los
mismos... Pero ustedes no hacen ni una cosa
ni otra. Ni soportan ni resisten. Se limitan
a abolir las pedradas y las flechas. Es demasiado
fácil.
El Salvaje enmudeció súbitamente,
pensando en su madre. En su habitación
del piso treinta y siete, Linda había
flotado en un mar de luces cantarinas y caricias
perfumadas, había flotado lejos, fuera
del espacio, fuera del tiempo, fuera de la prisión
de sus recuerdos, de sus hábitos, de
su cuerpo envejecido y abotagado. Y Tomakin,
ex director de Incubadoras y Condicionamiento,
Tomakin seguía todavía de vacaciones,
de vacaciones de la humillación y el
dolor, en un mundo donde no pudiera ver aquel
rostro horrible ni sentir aquellos brazos húmedos
y fofos alrededor de su cuello, en un mundo
hermoso...
- Lo que ustedes necesitan - prosiguió
el Salvaje - es algo con lágrimas, para
variar. Aquí nada cuesta lo bastante.
Atreverse a exponer lo que es mortal e inseguro
al azar, la muerte y el peligro, aunque sólo
sea por una cáscara de huevo... ¿No
hay algo en esto? - preguntó el Salvaje,
mirando a Mustafá Mond -. Dejando aparte
a Dios, aunque, desde luego, Dios sería
una razón para obrar así. ¿No
tiene su hechizo el vivir peligrosamente?
- Ya lo creo - contestó el Interventor
-. De vez en cuando hay que estimular las glándulas
suprarrenales de hombres y mujeres.
- ¿Cómo? - preguntó el
Salvaje, sin comprender.
- Es una de las condiciones para la salud perfecta.
Por esto hemos impuesto como obligatorios los
tratamientos de S.P.V.
- ¿S.P.V.?
- Sucedáneo de Pasión Violenta.
Regularmente una vez al mes. Inundamos el organismo
con adrenalina. Es un equivalente fisiológico
completo del temor y la ira. Todos los efectos
tónicos que produce asesinar a Desdémona
o ser asesinado por Otelo, sin ninguno de sus
inconvenientes.
- Es que a mí me gustan los inconvenientes.
- A nosotros, no - dijo el Interventor -. Preferimos
hacer las cosas con comodidad.
- Pues yo no quiero comodidad. Yo quiero a Dios,
quiero poesía, quiero peligro real, quiero
libertad, quiero bondad, quiero pecado.
- En suma - dijo Mustafá Mond -, usted
reclama el derecho a ser desgraciado.
- Muy bien, de acuerdo - dijo el Salvaje, en
tono de reto -. Reclamo el derecho a ser desgraciado.
- Esto, sin hablar del derecho a envejecer,
a volverse feo e impotente, el derecho a tener
sífilis y cáncer, el derecho a
pasar hambre, el derecho a ser piojoso, el derecho
a vivir en el temor constante de lo que pueda
ocurrir mañana; el derecho a pillar un
tifus; el derecho a ser atormentado.
Siguió un largo silencio.
- Reclamo todos estos derechos - concluyó
el Salvaje.
Mustafá Mond se encogió de hombros.
- Están a su disposición - dijo...”
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