Mientras estaba embarazada, como toda futura parturienta, hube de escuchar todas las recomendaciones, aseveraciones, afirmaciones, de todas las eruditas que habían parido antes que yo, conjuntamente con la aceptación de la repartija de todas las estampitas, de todos los santos, destinadas para proteger el parto de cualquier eventualidad.
De las que parieron hace poquito tiempo atrás y de las otras que lo hicieron en 1810, por lo menos. Porque quedaba mal des oírlas y desanimarlas de contar su experiencia.
Después de todo, somos muchos en la cola de testarudos, que insiste a pesar de que, ya lo han dicho millones de veces, la experiencia, por más exitosa que sea, es intransferible y absolutamente personal.
Con lo cual, ya me lo advirtieron mientras yo trataba de disimular conteniéndome la panza, además del ya consabido gesto de ternura hacia mi bebé, para disimular, que mi bebé en cuestión, no bailara el “reguettón” la batidora, adentro de mi vientre, mientras las otras mujeres de mi vida me parloteaban como debía prepararme para la segunda venida al mundo de mi vida: mi hijo varón.
Entre los primeros aciertos se contaba la advertencia de que si la mujercita había sido un pan de Dios, por lo menos de beba, de grande mejor ni les cuento, el más chico iba a ser todo lo contrario.
Y si bien no es la personificación del maligno, es tan travieso como mi pobre angelito I, II, III y ochocientas secuelas de la película que ni siquiera se han imaginado.
Con la cual seré la ex parturienta que se acoplará a la sentencia, para avivar a alguna inocente madre, que vaya por el segundo. Y diré repetiré, absolutamente convencida la sacrosanta máxima: “si la primera o primero te salió tranquilo, el segundo no seguirá la línea sino que la empeorará”.
Mi varoncito, de todos los sentidos que posee, el más altamente desarrollado y el que más problemas me trae es el del tacto. El aprende tocando.
Ya desde chiquito nomás. Fue precoz para sentarse, porque el mundo de horizontal, solamente, le parecía enteramente aburrido. Sentado ya lo alcanzaba a visualizar un poco mejor y sus horizontes se extendían ante él, rendidos a su tentación.
Gatear fue su bienvenida al paraíso y el principio de mis dolores de cabeza que se intensificaron tanto que hoy en día ya son jaqueca cuando no gota.
Peligro. hijo suelto
Mira que bonito el nene ya camina, decía el correlato familiar, y el centro de mesa, en cuestión, se iba teledirigido y a una velocidad pasmósica, a todo aquello que me había olvidado de poner en alto.
Con lo cual, la mesa ratona le propició una serie de chichones que crecían proporcionalmente a la cantidad de llanto que derramó en cada uno. Desaguó lágrimas para llenar bañaderas enteras.
No obstante, obstinado como él solo, no sé a quién habrá salido, siguió insistiendo y viendo que la mesa ratona no se daba por vencida ante sus embestidas optó, con varios chichones en su haber, por aprender a esquivarla.
En la carrera de obstáculos venía perdiendo, por goleada, pero aún así aprendía nomás. Otra atracción fatal para él, supongo que para todos los bebes es igual, fue el rollo del papel higiénico.
Cierto día un llanto descomunal me avisó de que el pequeño estaba solicitando un s.o.s urgente. Y no era para menos, para cuando llegué, desde la cocina al lugar de los hechos: el baño, el engendro estaba tratando de manipular de un lado al rollo y del otro a la gata que por nada del mundo se dejaba momificar por él, viva y encima con un miserable higiénico.
Con lo cual mi hijo aprendió, solo por un momento, que el gato era un animal al que no debía practicársele la momificación por nada del mundo. So pena de ser Scarface o cara cortada, para más datos.
A pesar de la advertencia de que mi computadora, herramienta de trabajo imprescindible y de estudio, cuando estudia, de la adolescente, no se tocaba él no podía resistirse.
Mientras yo estaba ocupada en “intringulichis” culinarios, él investigó mi computadora hasta que la pobre dijo, basta, hasta acá llegó mi amor por esta familia y sobre todo para el benjamín.
Con lo cual comprobé ipso facto dos cosas que mi advertencia le entró por un oído y le salió por el otro y que la frase no toca botón, no estaba hecha para él, precisamente.
Era de linda la compactera que también grababa dvd que traté de darle una digna sepultura entre mis cachivaches y todavía no me decidí a tirarla, creo que si lo hacía, me olvidaba mi instinto maternal y me iban a invadir “unas non santas ganas” de asesinar a sangre fría, no a mi hijo que después de todo es chiquito y no entiende, sino, y sobre todo, a sus defensores a ultranzas, empezando por la hermana, a la que le conviene en sobre manera que la computadora no funcione y a sus otros patrocinadores, otros miembros de la familia que con él aprovechan a sentenciarme con el cartel de mala madre del mes.
Además todos a coro imploran un: pobrecito, es chiquito, no sabe lo que hace, dejalo: tiene que explorar el mundo. Claro, que vivos, porque el mundo no es su casa, es la mía y es la que destroza, mientras cumple su vocación de explorador, nato.
Porque cuando vamos a la casa de otros, lo que se destrozan son mis nervios, con tal de no pagar ninguna rotura que mi engendro ocasione. Además mientras la familia corea ese estribillo, él tiene la habilidad de un actor, a la hora de poner su mejor cara de pobre desgraciado en problemas, que me hacen sentir una cucaracha.
Viva Kafka y su metamorfosis, todavía. De acuerdo, de acuerdo, no sabe lo que hace, pero a mí ¿quién, cuernos, me repone mi herramienta de trabajo? Y conste que magoya no se hace responsable por roturas de objeto de parte de infantes.
Otro ítem interesante para mi hijo son los juguetes nuevos y relucientes, pero no para jugar, que es la función que deberían cumplir los juguetes.
No. El interés científico de mi hijo es despanzurrarlos, desarmarlos, desarticularlos y ejercer con ellos todo lo que cuanto verbo incluya el des, por ejemplo desmantelarlos.
La gata sigue practicando escapismo con él no vaya a ser cosa que intente con ella lo mismo que ella ve haciéndole a sus pertenencias y a las mías y a las de la hermana y a la del abuelo y a la de los amigos y a todo quien ingrese a la cofradía de mi círculo íntimo y pase por mi casa.
Y es varón me dicen unos y es chiquitos me repiten otros, a ver si la repetición logra hacer algún eco que cambie mi mirada furibunda hacia algún otro lado que no sea hacia mi hijo y hacia quienes intentan calmar mi grado de impaciente ebullición.
Para colmo a mí y a mi hija nos decían la frase de cabecera: se mira y no se toca y santo remedio. Nosotras mirábamos y no tocábamos. Mi energúmeno parece interpretarla al revés la legendaria frase y todo lo que mira, toca.
En fin, no rezongarum largum vivirum est, dicen, mientras tanto ocupo mis dedos en emparchar, pegar, soldar todas las consecuencias de sus destrozos para así sublimizo mis ganas de maniatarlo para no obstruir su espíritu investigativo. A ver si lo traumo también.
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