A ésta altura Ud. se estará preguntando en quién creer. Bueno, le cuento en qué terminó mi gira después de pasar por videntes, templos umbandas, control mental, meditación, dadores de energía, todo lógicamente precedido por una colección de estampitas y estatuas como corresponde.
Luego de 20 años de matrimonio, firmé mi divorcio, seducida por la idea de mi psicoanalista que me dijo que mi vida no era vida, que tras el divorcio recuperaría mi identidad, mis capacidades, que estaba a las puertas de un desarrollo personal y mil cosas realmente halagadoras. O sea: yo fui con mis frustraciones y mi autoestima a la altura de los zócalos, y regresé con la seguridad del éxito y por supuesto esa autoestima a la altura de los aviones. Pero claro, la torre de control hizo una mala maniobra y el choque en el aire fue atroz. Tampoco puede una culpar al psicoanalista. Al fin de cuentas él no hizo más que sacar sus deducciones, basadas en sus estudios (estudios que serán refutados algún día, porque todo cambia, todo se transforma, y no escapa de eso ninguna teoría, menos la teoría del psicoanálisis) Así fue como ingresé a la realidad de saber cómo es un divorcio por dentro, qué les pasa a los hijos y qué duelo tan terrible es ese de perder la mitad de uno. No me importan los análisis psicológicos que me puedan decir que una es una, que si es la mitad de alguien es porque se ha mimetizado con ese alguien, etc. No me importa, porque la realidad no es el sofá del psicoanalista, ni los libros, ni la teoría. La realidad es que hay mucho dolor, casi peor que el dolor de la muerte de un ser querido, porque en el caso de la muerte uno no verá a esa persona por el resto de sus días. Se fue, más allá de su voluntad. En el divorcio uno preside la mesa silenciosa, los hijos no quieren sentarse allí, y lo peor es que muy pronto, mucho más rápido de lo que una supone, otra señorita le robará el apellido, y un día inevitablemente, todo el pasado quedará sólo en las fotografías. Era mi caso, porque me divorciaba amando a mi esposo.
Por supuesto no iba a dejar de intentar el yoga. Allá fui y allá lloré tanto, tanto, que mi profesora me llamaba a casa preguntándome qué me pasaba. Nada. Las clases de yoga sólo me hacían llorar. Y aquello de la paz? Indra Dhevi era la gurú. Ella decía que si uno cree que un vaso de agua la cura, se cura. Pero yo no me curé de la depresión, y otra vez la culpa era mía, porque...bueno, porque no era ella y esa serenidad supongo que la poseía porque no le pasaba lo que me pasaba a mi. El yoga tampoco resultó. Mucho menos la nueva terapeuta. Cada día de mi vida era un sin sentido. Ni siquiera tener mis hijos conmigo era un paliativo. Yo sólo quería que el tiempo volviera atrás.
Entonces golpeé la puerta, la última puerta. Una amiga me dijo que la acompañara a una iglesia evangélica y yo le pregunté en quién creen. En Jesús, me dijo. No valía la pena: yo había salido de un colegio de monjas, había sido catequista y no me perdía una misa. Cómo podía volver a creer cuando un día, llorando, le dije: tú no existes? No, eso no resultaría. Ya lo conocía y no había hecho nada por mí, bueno...al menos cuando intercedían por mi los santos! No. Dije que no. Pero mi situación se agravó hasta tal punto que quedé atrapada en la cama. Entonces, decidí ir.
Mi esposo fue el tema principal de la conversación con una de las mujeres de la iglesia: Mary. Yo sabía que él tenía una relación y que en cualquier momento se casaría. Mary no reparó en eso, solamente me dijo que aprendiera a orar como dice la Biblia. Que esperara en el Señor, que El cambiaría mi lamento en baile. Así de simple? pregunté yo. No lo tengo que traer aquí? Volví a preguntar. No, nada de eso.
Me quedé a la reunión. Fueron 3 horas de música y palabras y de llorar y llorar, pero ésta vez sin dolor. Sólo llorar. Sin saberlo, había tenido un encuentro cara a cara con el Señor de imposibles.
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