Hay palabras de moda y hay palabras que pasan de moda. ¿Qué importancia tiene esto, si de todas maneras los avisos son hechos para el momento y no para la posteridad?
Las dos cuestiones tienen algo de verdad, pero no toda. Ante ese hecho, lo mejor será tomar por el camino del medio y evitar ciertos lenguajes muy específicos.
Por ejemplo, el lenguaje juvenil. Por un lado, está el problema de su veloz mutación. Por el otro, la eterna pregunta: ¿les gusta a los más jóvenes que se les hable en un propio idioma? ¿No podrían llegar a sentir que es una burla a su manera de comunicarse? ¿No creerán que se trata de un simple truco para atraer su atención?
Otro ejemplo: el lenguaje soez o vulgar. No se trata aquí de las "malas palabras". Cualquier forma de vulgaridad, si bien puede ser llamativa al principio, no hace sino influir decisivamente en la trayectoria de la marca, el producto, la agencia publicitaria. Siempre el escándalo ha sido utilizado para atraer rápidamente la atención. Como los fuegos artificiales, su efecto es impactante y efímero.
Lo mismo sucede con el lenguaje excesivamente coloquial. Ser familiar no implica necesariamente que deban emplearse las construcciones de ese tipo para la escritura. Casi nunca se debería escribir de la misma manera como se habla.
El calor de las palabras
Hasta tanto no se invente un termómetro para palabras, cabrá preguntarse: ¿es lo mismo "detestar" que "odiar"? Un ejemplo se encuentra en este titular:
El Banco Victoria busca pequeñas empresas que odien la palabra "pequeñas".
La fuerza, la carga semántica de "odiar" no se encuentra en "detestar".
En los titulares, sobre todo, una palabra caliente suele resultar más gráfica que una que no lo es. Aunque, claro, el límite es impreciso y no existe un listado de palabras para ambas temperaturas.
Sin embargo, como una guía para reconocer las palabras calientes, se podría asegurar que:
Son de uso cotidiano, pero no vulgar.
Son más fuertes que cualquier sinónimo.
Remiten a una imagen.
Resultan ligeramente agresivas.
Atrayentes y repulsivas
Primero están los conceptos. Luego llegan las palabras y todos se complica. Un mismo concepto puede convertirse en algo deseable o detestable según cómo se lo exprese.
Existe un antiguo juego lingüístico que consiste en variar determinada característica según la persona sea "yo", "tú" o "él". A modo de ejemplo: "Yo tengo el don de la palabra", "Tú eres verborrágico", "Él es un charlatán".
A cada palabra le corresponde una emoción. Cuando una persona oye una palabra, "ve" mentalmente lo que ella le sugiere y se produce una reacción emocional.
Algunos términos, como "trámite", tienen una conClaseción negativa para todos, y por lo tanto se debería huir de ellos como de la peste. Otros, como "vacaciones", remiten a una emoción agradable compartida por mucha gente.
Lo anterior está muy lejos de lo que se considerarían "textos lindos". Se busca aquí un discurso convincente, que apele a los mejores sentimientos, a los valores universales que todo consumidor desea experimentar una y otra vez.
Verbos y adjetivos
Los verbos le dan al texto publicitario una dinámica especial. Imprimen un sentido de movimiento. Y ponen al producto en acción.
Los adjetivos operan como frenos. Pero peor que eso: son limitados. ¿Qué puede decirse de un producto? Que es magnífico, práctico, estupendo, útil, ventajoso, económico, hermoso, ideal, nuevo.
¿Necesita el lector leer todo eso? ¿No suenan como insultos a su inteligencia? Tal vez sería mejor ocupar ese espacio pasa centrarse en las características. Que el lector complete el resto. Que opine cuando él quiera, en lugar de inducirle los adjetivos.
Ambigüedades
La doble interpretación siempre tendría que remitir a algo bueno para el producto, sin que quede lugar para las dudas. El manejo de la ambigüedad es un arte complejo. Si se lo utiliza, es preciso asegurarse de que la ambigüedad vaya en un solo sentido, se la tome como se la tome. Si no, es aconsejable volver al seguro terreno de lo directo y sencillo.
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