París bien vale una…

Un día mi amigo Pedro me dijo: “Oye, Jota Jota, quiero contarte mi viaje a París”. —“Vale”, asentí; y de inmediato me contó:

«Fue hace unos cuantos años cuando Maite y yo cumplíamos los diez de nuestra boda. Entonces se nos ocurrió visitar París y nos alojamos en un hotel de la “Rue Arcade”, entre la “Madeleine” y la estación de St Lazare.

El hotel era sencillo, pero suficiente para nuestras pretensiones económicas; sin embargo la situación era magnífica pues estábamos a pocos pasos de los Campos Elíseos. ¡Qué avenida! ¡Qué majestuosidad!
Nos quedamos maravillados. Nos imaginamos a Napoleón bajando solemne con todo su séquito desde el arco de triunfo de Place L`Etoile hasta la Place Concorde, donde fueron decapitados Mª Antonieta y su esposo el rey Luis XVI.

Durante cuatro días disfrutamos visitando el jardín de las Tullerías, el museo de Louvre, el Sagrado Corazón y la majestuosa catedral de Notre Dame.

Subimos a la Torre Eiffel y admiramos, desde lo alto, la sugestiva arboleda de los Campos de Mars. Atravesamos el Sena (los franceses lo dicen en femenino, “la” Seine) por el puente d`Iena y subimos por la esplendorosa escalinata en cuya cúspide se encuentra el museo del Hombre, escoltado por dos colosales estatuas de un hombre y una mujer desnudos. Maite no paraba de reírse al contemplar la estatua del hombre “en pelotas”.

Todo fue estupendo hasta la noche del quinto día. Aquella noche nos fuimos a cenar a un caro restaurante de la calle Faubourg St Honoré. Maite estaba radiante, contenta y algo juguetona. Se había acicalado como nunca a fin de estar sugestiva para la ocasión.

Sentados a la mesa, alzamos las copas de vino en un clamoroso brindis. Comimos lo que nos dio la gana, es decir a capricho. Al final, en los postres, saboreamos una tarta de merengue y ella me puso un poco en mi nariz, con la pretensión de chuparme el merengue.

Pero a mí no me gustó la broma, sobre todo en aquel restaurante tan elegante; además era una época muy austera, no como ahora que es más informal. Sin embargo ella insistió y me enfadé. Mas tarde lamentaría lo estúpido que había sido, todo por "el qué dirán".

Después decidimos ir a un teatro de variedades; durante el camino no articulé ni “mu”, a pesar de que Maite intentara varias veces alegrarme el ánimo. “¡Qué pena, un día de aniversario gafado por un poco de merengue!”, me reprochó con razón.

La función fue bastante entretenida; menos mal, porque ella, con su risa contagiosa, consiguió que remontara el enfado. En el descanso, me sonrió con esa malicia femenina, como tú y yo sabemos. Entonces la besé, y le dije: “Me he portado como un estúpido. Perdóname cariño”.

Me presentó sus labios en señal de aquiescencia. La besé y acaricié su cara. De repente, una súbita pasión se apoderó de mi cuerpo y me encandilé; así que me acerqué a su oído y le dije: “¿Por qué no nos vamos y lo celebramos en la alcoba del hotel?”.

Ella me contestó: “Todo a su tiempo”. Insistí un par de veces, pero el timbre y el apagón de luces, que indicaban que seguía el espectáculo, me obligaron a contenerme. Al final de la función decidimos pasear un rato.

En el paseo, la besaba detrás de la oreja con la pretensión de avivar el fuego de la pasión que había quedado en letargo y, justo al doblar la esquina de un edificio, tropezamos con un hombre alto y fuerte.

“¡So‑imbécil!, gritó y añadió: ¡Mira por donde vas!, espèce de …”; no sé de qué, no me acuerdo lo que me dijo; todo esto en francés claro, pero que yo lo entendía muy bien.

Después se giró hacia Maite y exclamó: “¡Qué guapa es tu puta! ¿Por qué no me la pasas? Yo también quiero achucharla y llevármela a la cama”. Me enfurecí y me encaré al grandillón que estaba borracho y tenía dificultad en mantenerse recto.

“¿Qué…, qué pasa so enclenque? ¿Acaso me vas a pegar?”, me dijo titubeante. Entonces me envalentoné y le empujé con fuerza al tiempo que le dije: “¡Apártate!, ¡déjanos pasar!”.

El individuo no pudo mantener el equilibrio, se tambaleó y cayó al suelo, con tan mala fortuna que se golpeó en la sien con el canto de piedra del edificio. Tuvo una convulsión y se quedó inerte. ¡Jode!, te puedes imaginar!…, ¡un grandillón tirado en el suelo!

El caso es que no sangraba. Intentamos reanimarle, pero no hubo manera. Alguien llamó a una ambulancia y también vino la policía. A Maite y a mí nos llevaron a la comisaría del barrio. Al poco, un agente nos anotó que el individuo había ingresado cadáver en el hospital.

El comisario nos dijo que se podía considerar el hecho como “homicidio involuntario” y me metieron en una celda provisional de la comisaría. ¡Joder, qué “trago”!, nunca se me olvidará aquello.

La celda era estrecha con poca luz. El suelo, sucio y maloliente. Al fondo, en el centro, una pequeña ventana con barrotes y sin cristales y, a un costado de la ventana, una taza de retrete ennegrecida y a su lado, un pequeño lavabo con un grifo de agua fría y con un tubo de goma de desagüe hasta el retrete.

Te juro, Jota Jota, que al verme allí, me entró miedo y me temblaron las piernas; incluso sentí un frío atroz, aunque no hacía frío.

De repente noté un revoltijo en las tripas, no sé si fue a consecuencia del merengue del postre de la cena o del miedo; y de inmediato noté la necesidad de cagar, pero me daba repugnancia sentarme en aquel retrete.

Así que aguanté todo lo que pude, pero al poco, y sin tiempo de bajarme los pantalones, me cagué en ellos. No había papel, así que allí me ves con el culo al aire intentando limpiarme con la mano en aquel grifo asqueroso.

Mientras, Maite y un agente hicieron lo posible por tomar contacto, sin conseguirlo, con el cónsul de España, que todavía permanecía en París.

Menos mal, gracias a Dios, que  unas personas que habían sido testigos del percance  acudieron a la comisaría y abogaron en mi favor diciendo que el hombre se había caído él solo; resultaba que el individuo era un “clochard” muy conocido en el barrio por sus borracheras y sus broncas, por lo que finalmente el comisario nos retuvo los pasaportes pero nos dejó marchar al hotel; con tal de librarse del  olor que yo echaba, hubiera hecho cualquier cosa.

Tuvimos que prolongar unos días nuestra estancia en París hasta que, con la ayuda del cónsul y la del médico forense, que certificó muerte accidental, se nos devolvieron los pasaportes.

Lo peor de aquella noche fue la caminata desde la comisaría hasta el hotel. Yo olía a mierda por los cuatro costados y no podía coger un taxi, así que fuimos a pie. La gente al pasar se taponaba las narices; fue vergonzante.»

—Bueno, Pedro, verdaderamente fue un “trago” desagradable, pero no te apresaron y eso sí que es de apreciar. Aparte de eso, ¿qué te pareció París?

—Pues… que París bien vale una cagada.

¡Ja, ja, ja! Reímos ambos. 

Por Fdo. J. Javier Larrínaga

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