Con la llegada de Catalina de Médicis
a la capital francesa, el centro europeo de
la moda y de la estética será
hasta nuestros días Paris.
Desde finales del siglo XVII y durante todo
el siglo XVIII las mujeres parisinas tendrán
la “fiebre del colorete”.
Todas
parecían cortadas por el mismo patrón:
labios en forma de minúsculo corazón,
extravagantes y empolvadas pelucas, mejillas
enrojecidas con gran profusión de colorete,
polvos esparcidos por el cuello y los hombros,
con lunares coquetamente repartidos por la cara
y la espalda.
Los productos de la belleza dejan de ser elaborados
artesanalmente para compararse en los lujosos
establecimientos del Faubourg Saint Honoré
y los peluqueros sustituirán a las sirvientas
de la corte componiendo excéntricas pelucas.
La época dorada de la cosmética
se inicia en este siglo con las más sofisticadas
cremas, esencias y aguas.
Los polvos se usaban con generosidad; para las
pelucas, harina de trigo y para la cara, harina
de arroz.
La higiene personal va poco a poco retomando
importancia. No obstante, los perfumes continúan
siendo imprescindibles para disimular los malos
olores.
Resultaba excepcional el caso de Madame Du Barry,
que llamaba la atención en la corte por
ducharse a diario con agua fría.
Pero todo cambió con la revolución
Francesa.
Los excesos estéticos de la
nobleza desaparecieron con ella y no fue sino
hasta la llegada de Napoleón al poder,
y gracias a su esposa la emperatriz Josefina,
que los cuidados de belleza renacieron en Francia.
En Josefina se aúnan su animado carácter
criollo con una gran tendencia a la obesidad.
Esta tendencia la obligaba a tener que seguir
continuos regímenes de adelgazamiento
y a sucesivos tratamientos estéticos
para el cuerpo y el cutis.
Llega después el Romanticismo y con él
la languidez, los aires desvalidos, los talles
ceñidos y las minúsculas cinturas.
Las pelucas desaparecen temporalmente para dar
paso a bucles realizados en las peluquerías
parisienses.
Es en este momento de refinada feminidad que
surge una nueva mujer. Una mujer que osa vestirse
como un hombre, que fuma cigarrillos puros y
que hace las mismas cosas que un hombre; es
el tiempo de George Sand. Pero no será
más que una moda pasajera, como un aviso
de lo que en el siguiente siglo, el nuestro,
sucederá. Retornan la palidez, los polvos
emblanqueciendo el rostro y los hombros, los
cuerpos pequeños y las faldas de gran
tamaño. Pero esta moda de la piel de
porcelana se contradice con el estilo de vida
de las mujeres de la alta sociedad. Las copiosas
comidas dejarán señales inequívocas
de una mala alimentación; piel que se
quiere blanca hasta lo increíble pero
que se maltrata a diario. Las cremas no serán
remedio suficiente pero se redescubre un remedio
antiquísimo: los balnearios.
El mar, fuente de salud según los médicos
de la época, era también lugar
de obligada visita.
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