Algunos autores de corte organicista barajan la posibilidad de que las
manifestaciones psicosomáticas propias de la timidez tienen su origen en el
desarrollo de glándulas de secreción interna, como la hipófisis o las
suprarrenales.
Incluso hablan de la timidez como una característica
hereditaria.
Por su parte, los psicoanalistas afirman que la timidez no es
más que la punta del iceberg de un problema oculto, y mucho más profundo.
Debido a la represión de los instintos -principalmente, los sexuales-, a la
imposibilidad de ponerlos en práctica, surgirían, según esta tesis, una
serie de fantasías en las que el tímido se percibe interiormente deseando
realizar ambiciones y deseos que al final no ejecuta.
Esta represión se
terminaría corporalizando y se convierte en la rica sintomatología
psicosomática del tímido (rubor, sudor, temblores, ...) que se ha descrito
al comienzo de este artículo.
Para los psicólogos conductistas (otra corriente, además de las dos
descritas), la timidez no se hereda, se aprende desde niño por la influencia
de modelos parentales o por determinadas actitudes de quienes intervienen en
el proceso educativo. Las experiencias infantiles, según estas teorías,
devendrían decisivas en la aparición de la timidez: niños que no han sido
suficientemente valorados o se han visto ignorados, o se han sentido menos
apreciados por sus educadores cuando han conseguido logros, o que han
sufrido experiencias de malos tratos o han padecido alguna experiencia de
abusos sexuales.
Una etapa importante para la aparición de la timidez es la
adolescencia, esa época en que el niño-hombre o la niña-mujer experimentan
sensaciones desconocidas y no saben manejarlas en sociedad o ante el otro
sexo, lo que produce ese bloqueo de inhibición o timidez. Y, como se ha
dicho, la comprobación del propio bloqueo desencadena aún más temor al
contacto social.
En cualquier caso, parece que en la aparición de la timidez
influye mucho la historia personal; es más aprendida que congénita.
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