Bueno, hablando
de té, ¿Quién no participó
alguna vez en su vida de alguno inolvidable?,
¿quizás alguna tarde en el Richmond?
–de la calle Florida-, ¿o en casa
de alguna tía abuela…?.
Yo recuerdo esos te-cena que solíamos
preparar con Margarita Bibolini en su departamento
de la calle Esmeralda y Arroyo, en donde casi
sin querer aparecía alguna bajilla de
la abuela, que fue guardada con amor y respeto.
O aquel que tomamos una tarde -e otoño-
en compañía de María Laura
y Miguel Ángel, en el magnifico Palacio
Saint-Souci –en Victoria-, invitados por
“Pepita” Durini –su dueña-.
O esos tomados en una tarde lluviosa, acompañando
las torrijas –con sabor a Asturias- de
la abuela Etelvina; o las berlinesas –arrastrando
esencias de ciruelas, desde las estepas de Ternopol-
de la abuela Ana.
El embajador Miguel Espeche Gil –aficionado
por el té, y amante de los dulces- nos
contó de ese nuevo lugar que había
descubierto sobre Av. Santa Fé –en
donde era casi imposible acabar uno solo con
el té completo-. Recuerdo también
el samovar en la carpa de esos gitanos, cuando
la esposa del jefe de una tribu del brasil nos
invito una tarde –para beberlo más
frío lo volcaban en el plato-.
Como recuerdo
esos sabores frescos, frutales y dulces de ese
variedad de té, que me invito una tarde
Alejandro Manna –un importador árabe
de Ciudad del Este-. O el que preparé
aquella tarde de agosto para agasajar a una
amigas de la embajada de Venezuela, y, cuando
llegaron me dijeron: “Oye chico, ¿Qué
es eso?, tira esa agua sucia y échate
unos tragos…” En fin, “nada
es perfecto”.
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